El chocolate ya estaba listo, se había derretido al baño María. Naiara lo vertió en un bol donde ya estaban las galletas ralladas. Ése era un secreto que muy poca gente sabía y que le daba a las trufas un toque esencial. A continuación, añadió huevo y algo de mantequilla también derretida previamente. Haciendo gala de sus años de práctica y de su buena mano para la cocina, lo mezcló todo bien. Removió con vigor hasta conseguir la masa que quería: consistente, pero a la vez fina y uniforme.
Cuando estuvo lista, Naiara se quedó un momento contemplando su obra. Pero no había tiempo que perder; sin ningún reparo y con ayuda de una cuchara, empezó a formar bolitas de chocolate. A mucha gente esa parte le parecía la peor, pero para Naiara era lo más divertido. Una vez que les dio forma a tantas bolas como le fue posible, las espolvoreó con cacao en polvo, un toque personal que le otorgaba finalmente el valor de delicias para el paladar.
Alguien abrió despacio la puerta de la chocolatería y dejó entrar el estruendo de un trueno. Fuera llovía con la intensidad de una tormenta tropical. Era Manuela, una buena clienta, además de simpática y educada. La señora volvió a cerrar la puerta en cuanto hubo plegado su paraguas.
- Buenos días, Manuela. – Saludó Naiara sonriente. Se chupó los dedos manchados de masa de trufa y, acto seguido, fue a lavarse las manos.
- La verdad es que no son muy buenos. ¡Mira cómo llueve!
- Tiene usted razón. – Cerró el grifo y cogió una toalla para secarse. - ¿Le apetece un chocolate caliente?
- No, gracias. – Aunque Manuela no parecía muy convencida de su respuesta. – He venido a comprar algún dulce, porque mañana viene mi suegra, y no conocerás a una persona más golosa.
- ¿Incluso más que usted? – Naiara se apresuró a meter en el frigorífico la bandeja de las trufas. - Recuerde que la semana pasada compró usted una tarta con la excusa de que era el santo de su hijo.
- De acuerdo, he de admitir que el chocolate es mi debilidad pero, ¿quién puede resistirse?
- Déjeme que le diga que hice ayer unos pastelitos de crema que le van a encantar, y a su suegra también. – Naiara le mostró entonces una bandeja con unos pasteles que se comían con los ojos.
- A primera vista, parecen estar exquisitos. – Juzgó Manuela.
- ¿Y se fía usted de las apariencias?
- De las apariencias a veces no pero, de la calidad de tus dulces, siempre. - Le aseguró Manuela a la dependienta. – Ponme una docena.
Amablemente, Naiara le empaquetó con cuidado los pasteles en una bandejita, poniendo una protección para que no se aplastaran.
- ¿Va a querer algo más? – Manuela negó vagamente con la cabeza, consciente de que le encantaría probar todos y cada uno de los dulces de la chocolatería, incluidas esas trufas que Naiara acababa de preparar. – Entonces son ocho euros. – Manuela sacó su monedero del bolso y pagó satisfecha. – Y déle recuerdos a su hijo. – Le pidió Naiara antes de que se fuera.
- Dentro de nada le dan las notas, así que ya vendré a por una tarta para celebrar que ha aprobado todo.
Mientras Naiara no pudo disimular una risita, Manuela abrió el paraguas y salió por la puerta precipitándose a la tremenda tormenta. Decían que abrir un paraguas en un sitio cerrado daba mala suerte pero, ¿quién era tan supersticioso?
Naiara se quedó pensando en el hijo de Manuela: era un niño que, como casi todos, desprendía alegría y energía positiva. A ella le encantaban los niños; de hecho, había estudiado magisterio, pero no le era fácil encontrar trabajo, y de ahí que atendiera la chocolatería de sus padres. Sin embargo, eso no era lo que más le dolía. Para ella, lo peor era que nunca podría tener un hijo. Ya había pensado que, de tenerlo algún día, le llamaría Daniel, le apuntaría a fútbol, le querría más que a su propia vida e intentaría proporcionarle la mejor educación. Pero, desafortunadamente, ella era estéril.
Sólo la consolaba que Alex, su novio, seguía queriéndola igual, sin darle importancia al problema, y la trataba con una ternura que ella, al ser tan mimosa, agradecía siempre. Él trabajaba en una gasolinera y, con los dos sueldos, aunque no fueran muy elevados, tenían suficiente para los gastos y el alquiler del piso cada mes. No se quejaban, no podían decir que tuvieran una mala vida.
Esa misma tarde, entró en la chocolatería un chico aproximadamente de la misma edad que Naiara. A ella le pareció misterioso porque nunca le había visto por el pueblo pero, sobre todo, porque no tenía paraguas y, aun así, no se había mojado lo más mínimo. También llamaban la atención sus ojos y su pelo color chocolate. No se podía negar que era un chico realmente atractivo.
- Buenas tardes. – Articuló Naiara. Él mostró sus perfectos y blancos dientes en una sonrisa. A juzgar por ellos, no parecía un gran amante del chocolate.
- Buenas tardes. – Se acercó silencioso a la barra y se sentó frente a ella en uno de los taburetes.
- ¿Te apetece tomar algo? – Naiara optó por tutearle, ya que era de su misma edad.
- Me tomaría un chocolate caliente. – La dependienta asintió suavemente con la cabeza e inmediatamente se dio la vuelta para preparárselo.
Durante los escasos minutos que tardó, el chico permaneció inmóvil, y Naiara sentía su mirada fija en su espalda, lo que le hacía sentir un poco incómoda. Cuando el chocolate estuvo listo, la chica se giró y, efectivamente, pudo comprobar que él la observaba.
- Aquí tienes.
- Gracias. – Naiara intentó parecer interesada en otra cosa mientras él daba un primer sorbo corto y lento para evitar quemarse. – Realmente delicioso pero, ¿tienes algo para acompañar? Algo así como unas trufas de chocolate estaría bien. – Naiara sonrió, él quería probar su especialidad.
- Por supuesto, las he hecho esta mañana. - Naiara sacó del frigorífico la bandeja de apetitosas trufas y las puso al alcance del chico. – Prueba una.
Él dudó un momento con la mano extendida sobre la bandeja hasta que cogió la trufa que juzgó con mejor aspecto. Tomándola con dos dedos, se la llevó a la boca para darle un mordisco y la saboreó en silencio con la vista perdida en alguna parte. Cuando tragó, le guiñó un ojo a Naiara y luego observó lo que quedaba de trufa con actitud golosa.
- Sublime. – Se metió en la boca el resto de la trufa y cerró los ojos deleitándose con el sabor a cacao.
- Muchas gracias. – Contestó orgullosa Naiara. Él se relamió y dio otro trago a su chocolate caliente.
- Sin embargo, tengo algo que decir. – La dependienta frunció el ceño extrañada, pero él no se echó atrás. - ¿Por qué cacao en polvo en lugar de virutas de chocolate? Las trufas siempre se han rebozado en virutas de chocolate. – Los dos se quedaron mirándose como si esa pregunta tuviera una importancia crucial, como si la respuesta fuera a desvelarles el sentido de la vida, hasta que Naiara se dio cuenta de que no era así.
- Bueno, en realidad… sólo es que me parece que están mejor espolvoreadas con cacao, les da un sabor increíble. A mí me gustan más así. – Contestó ella restándole importancia mientras él volvía a alzar su taza para beber.
- No te lo niego, estas trufas son estupendas. – Admitió él. – Lo que ocurre es que yo siempre he pensado que las virutas de chocolate tienen algo… mágico. – Volvió a mirarla fijamente a los ojos y ella no pudo más que sonreír.
- ¿Mágico? – Repitió Naiara y su sonrisa desapareció al ver que él parecía estar hablando muy en serio.
- Exacto. – Asintió con la cabeza muy seguro de sus palabras. – De hecho, estás de suerte, porque hoy he traído esto. – De repente, Naiara vio en su mano un bote de cristal transparente lleno de virutas de chocolate. Sin marca, sin precio, sin nada. Ese chico era verdaderamente extraño, pero eso era lo que más le gustaba a Naiara de él. – Creo que deberías probar a rebozar tus trufas con esto, y quizá podrías venderlas como “trufas mágicas” o “trufas de los deseos”. Si tus clientes piden un deseo mientras las saborean, estoy seguro de que las virutas de chocolate se lo concederán. – Él le tendió a Naiara el bote.
- No, no puedo aceptarlo.
- Vamos, es un regalo. – Insistió él. – Hazme caso, pueden cambiarte la vida. Son mágicas.
– Naiara no sabía si tomarse todo aquello en serio. No podía ser verdad, la magia no existía, y no había absolutamente nada en el mundo que concediera deseos como en los cuentos para niños. Lo que ese chico le decía era surrealista completamente, pero ella acabó por ceder.
- De acuerdo, probaré. – Aceptó al fin. Tomó el bote de las manos de él y lo dejó sobre la encimera para utilizarlo más tarde. El chico volvió a beber chocolate.
- Voy a coger una trufa más, ¿me acompañas? – Propuso él y Naiara no iba a negarse.
Cada uno cogió una trufa y se las comieron sin dejar de mirarse a los ojos y sonreír. Sencillamente, esos dulces eran un gran placer para el sentido del gusto.
- Tengo que irme. – Él terminó de un trago su chocolate y se levantó. Dejó un billete de cinco euros sobre la barra. – Quédate con el cambio. – En otras circunstancias, Naiara habría insistido en darle las vueltas, pero estaba demasiado preocupada pensando que él se iba y que quizá nunca le volviera a ver. Justo antes de llegar a la puerta, él se detuvo y se giró hacia la dependienta un momento. - ¿Puedo hacerte una pregunta? – Naiara asintió con la cabeza. - ¿Cuándo es tu cumpleaños?
- Dentro de dos semanas. El día treinta. ¿Por qué lo preguntas?
- Simple curiosidad. – Se encogió de hombros, le dio la espalda y salió por la puerta, adentrándose en la tormenta.
Pocos días después de la visita de ese misterioso chico, la puerta de la chocolatería se abrió. Naiara, con las manos pringadas de chocolate, vio entrar a su novio. Alex, que se había empapado en el corto trayecto desde el coche, fue hacia ella.
- Parece que no ha dejado de llover. – Comentó Naiara mirándole de arriba a abajo.
- No, y no parece que vaya a parar pronto. – Él rodeó la cintura de su chica y la besó en los labios. Luego, se percató de las trufas que ella estaba haciendo. – Tienen muy buena pinta, pero aquí falla algo: tú siempre utilizas cacao en polvo para las trufas. – Naiara continuó haciendo rodar las bolitas sobre las virutas de chocolate. Había hecho muchas más de las que solía hacer, por lo menos el doble.
- Lo sé. – Se encogió de hombros. – Es que un cliente me regaló estos fideos de chocolate y me dijo que probara a rebozarlas.
- ¿Un cliente?
- Sí, un chico al que nunca había visto antes por el pueblo. – Aquello también le resultó raro a Alex. Naiara terminó su trabajo, se chupó los dedos y fue a lavarse las manos. - ¿Sabes lo que me ha dicho? Que las trufas con esos fideos de chocolate son mágicas, que conceden deseos. – Alex dejó escapar una sonora carcajada. Él tampoco creía en la magia, eso era cosa de niños ingenuos.
- De acuerdo, entonces tendremos que comprobarlo. – Alex cogió una trufa. Naiara le observó mientras se secaba las manos. – Yo pediría… que dejara de llover, al menos durante una semana. – Procedió a comerse la trufa. Aunque juzgó que le gustaban más cómo las hacía siempre su novia, tuvo que admitir que de esa otra manera tampoco tenían desperdicio.
De nuevo se abrió la puerta de la tienda. Naiara reconoció ese paraguas al instante. Manuela lo cerró y lo sacudió fuera antes de dejarlo apoyado en la pared y dirigirse a la barra.
- Buenas tardes, Manuela. – Saludó Naiara.
- ¿Qué tal le va? – Preguntó Alex.
- No me puedo quejar. – Admitió ella. – Vengo a por unas palmeritas de chocolate, que no tengo nada para que el niño meriende. – La dependienta se giró para buscar lo que le pedía.
- ¿Cómo estaban los pasteles que le di el otro día? ¿Le gustaron a su suegra? – Quiso sacar tema de conversación.
- Sí, por supuesto. Me dijo que le habían encantado.
- Ya se lo dije yo. Cuando quiera se lleva más. – Naiara metió en una bolsa una bandejita de esas pequeñas palmeras de chocolate. - ¿Va a querer alguna otra cosa?
- No, gracias. – Manuela posó la vista en las trufas.
- Son dos euros. – La clienta se dispuso a sacar el monedero del bolso.
- Esas trufas te han salido perfectas. – Comentó dejando la moneda en la barra. Naiara rió, leyéndole el pensamiento.
- Coja una si quiere, la invito yo.
- Está bien. Si insistes, las probaré. Así puedo darte mi opinión.
- Tiene usted que pedir un deseo antes. Son trufas mágicas. – Le advirtió Naiara y Manuela la miró con incredulidad, pero decidió hacerle caso.
Tomó una trufa, cerró los ojos un momento mientras pedía su deseo y se la llevó a la boca. Realmente disfrutó al saborear esa delicia de chocolate.
- No se puede negar que lo tuyo es la repostería. – Le dijo a Naiara. – Ya te diré si se ha cumplido mi deseo, ahora me tengo que ir. - Manuela caminó hacia la puerta y cogió su paraguas dispuesta a abrirlo, pero se llevó una gran sorpresa al abrir la puerta. – Mirad, por fin ha dejado de llover. Ya iba siendo hora. – Naiara y Alex se miraron asombrados.
- No puede ser. – Murmuró él y los dos fueron hacia la puerta porque tenían que verlo para creerlo. – Pero si hace unos minutos estaba lloviendo a cántaros.
- Lo sé, pero ya sabes… el tiempo está loco. – Dijo Manuela sin darle más importancia. – Bueno, hasta la próxima visita. – Ella salió a la calle y les dejó inmóviles en la puerta con los ojos como platos.
Tan pronto como dobló la primera esquina, Manuela miró dentro de la bolsa de las palmeritas. Dentro vio algo más, estaban los bombones que ella había pedido en su deseo. Se frotó los ojos y pestañeó fuertemente para después volver a mirar. Sí, eran reales. Su deseo se había hecho realidad. Apresuró el paso preguntándose ya a cuál de sus amigas se lo iba a contar primero.
A la mañana siguiente, Leonor entró en la chocolatería.
- Buenos días, Leonor. Hacía mucho que no se pasaba usted por aquí.
- No me lo recuerdes, que lo he pasado fatal. Es que he estado haciendo régimen.
- Es verdad, la veo más delgada. – Mintió Naiara.
- ¿Tú crees? – Naiara asintió. – Bueno, yo quería unas galletitas de chocolate de esas que te salen tan buenas. – La dependienta las tenía prácticamente al alcance de la mano y no tardó en meterlas en una bolsa. - ¿Y te quedan de esas trufas que dicen que son mágicas? – Naiara se quedó helada un segundo al oír eso. ¿Acaso Manuela se había encargado de extender el rumor?
- Por supuesto. ¿Cuántas quiere?
- Ponme media docena.
Aquella tarde, cuando Naiara volvió a la chocolatería después de comer, ya había cuatro personas esperándola en la puerta. Eso no le había ocurrido nunca, e incluso le resultaba difícil de creer. Todos le pidieron trufas mágicas y, por un momento, ella se preguntó si concederían deseos de verdad, pero prefirió pensar que simplemente era una fantástica estrategia de marketing.
En los dos días que siguieron, prácticamente todo el mundo que pasaba por la chocolatería pedía trufas mágicas. Aquello parecía un fenómeno mundial, ya que entraban numerosas personas que no eran del pueblo.
Naiara, alucinada por el éxito, decidió al fin probar una de esas trufas, quizá podría pedir como deseo ese niño que tanto le gustaría tener, a Daniel. Cuando fue a coger una, se llevó una gran decepción al ver que ya no quedaban, había vendido hasta la última. Frustrada, se comió una de las espolvoreadas con cacao, de las que aún quedaba casi la mitad de la bandeja.
La chocolatería se encontraba abarrotada, una larga cola de gente se prolongaba incluso fuera del lugar.
- ¿Qué quería usted? – Preguntó Naiara a su cliente.
- Venía por las trufas mágicas, esas que conceden deseos. – Contestó previsiblemente.
- Lo siento mucho, ya no me queda ni una. – Tuvo que contar Naiara y, de repente, todas las personas de la cola se amontonaron frente a la barra.
- No puede ser, eran mágicas.
- Tienes que hacer muchas más inmediatamente.
- Te pagaré el doble por ellas.
- Yo te pagaré tres veces más.
- Pero no te quedes así, empieza a hacer la masa.
Naiara aguantó un tiempo escuchando ese tipo de comentarios y estuvo a punto de marearse por el ruido que hacían todos gritando cada vez más alto. Decidió ponerse seria para mantener el orden en la tienda.
- Por favor, guarden silencio y escúchenme todos. – Consiguió captar la atención de los clientes. – No habrá más trufas mágicas. Se me han acabado las virutas de chocolate.
- Eso no es problema. – Se escuchó una voz entre la gente. – Nosotros te traeremos más si hace falta. – Naiara decidió contestar a eso antes de que volvieran a gritar todos a la vez.
- No, no lo entienden. Esas virutas de chocolate eran especiales. – Los clientes volvieron a hablar a la vez y a hacer comentarios estúpidos. Naiara pudo aguantarlo un poco más hasta que escuchó que se la criticaba a ella, entonces decidió poner fin a la situación. – De acuerdo, se acabó. – Gritó con todo su mal carácter. – Todos los que vengan por las trufas que salgan ahora mismo de la tienda. No quedan y no pienso hacer ni una más.
A la gente le costó asimilarlo pero, cuando se dieron cuenta de que hablaba muy en serio, comenzaron a desalojar la tienda. Una vez sola, Naiara suspiró agotada. Todavía no se podía creer que le estuviera sucediendo todo eso.
Pocos días después de aquello, alguien entró en la chocolatería. Naiara estaba demasiado cansada y ocupada removiendo una gran masa de chocolate para una tarta, así que ni siquiera miró de quién se trataba. La cuchara dejaba su rastro por donde pasaba, y en el interior del bol se podía reconocer una perfecta espiral.
- Felicidades. – Dijo la voz del chico que se había sentado al otro lado de la barra. A Naiara le resultaba conocida y, por supuesto, le sorprendió que supiera que era el día de su cumpleaños. Levantó la vista y encontró demasiado cerca esos ojos color chocolate.
- Gracias. – Murmuró. De repente se acordó del lío en que él y sus virutas mágicas de chocolate la habían metido. - ¿Sabes? Tenía muchas ganas de volver a verte por aquí, porque quería decirte que tus estúpidas trufas de los deseos casi me vuelven loca. – Se tensaba por momentos al recordarlo. Él se llevó un dedo a los labios pidiéndole que se callara, que se tranquilizara.
- Tienes razón, unas trufas mágicas son demasiada responsabilidad. Lo siento, seguramente esto ha sido un caos. – Admitió su error y, acto seguido, esbozó una sonrisa. – También es verdad que, si me hubieras creído cuando te dije que eran mágicas, no las habrías vendido. ¿Llegaste a comerte alguna? – Naiara negó despacio con la cabeza. Ella tampoco había hecho las cosas de la mejor manera. - Creo que puedo compensarte de algún modo para que me perdones.
De repente, Naiara se percató de que él tenía en sus manos una perfecta y suculenta tarta de chocolate. Ella se preguntó si la traería con él cuando entró, todo le resultaba un poco raro.
- ¡Vaya! Muchas gracias, pero no tenías que haberte molestado. Si algo abunda aquí, son las tartas de chocolate.
- Lo sé, pero estoy seguro de que te gustará probar ésta. – Con una simple mirada, él convenció a Naiara.
- De acuerdo, tomemos un trozo.
- Espera. – La detuvo él. - La cumpleañera siempre tiene que soplar la vela primero.
A Naiara le pareció que la vela surgió de la nada para aparecer entre los dedos de él. Era realmente bonita, nunca había visto una vela con tantos adornos. Él la depositó cuidadosamente en el centro de la tarta y, acto seguido, la encendió con un mechero. Naiara se quedó observándole.
- Ahora pide un deseo y sopla. – La animó él.
Naiara cerró los ojos y pensó en su deseo, en eso que quería con todas sus fuerzas y que, sin duda, sería el mejor regalo de cumpleaños que podía recibir. Lo deseaba tanto que esperó a visualizarlo con nitidez en su cabeza, y sólo entonces se atrevió a soplar.
Abrió los ojos y lo primero que vio fueron los blancos dientes de él exhibiéndose en una sonrisa. Fue entonces cuando escuchó el llanto de un bebé. Se giró de inmediato y contempló atónita esa misteriosa cuna de madera de donde procedían los sollozos.
Se acercó despacio y precavida, como si temiera lo que había en la cuna. Cuando al fin llegó junto a ella, pudo ver su deseo hecho realidad. Un bebé precioso y completamente sano, que ni siquiera era tan grande como uno de juguete, agitaba sus pequeños bracitos mientras gemía, incapaz aún de abrir los ojos. Naiara se inclinó para cogerlo con suma delicadeza, teniendo especial cuidado con su cabecita. Sonrió y le besó en la frente.
Cuando fue capaz de apartar la mirada del bebé, giró la cabeza para hablarle a su misterioso cliente. Pero él ya no estaba ahí, había desaparecido. Naiara sólo vio cómo se abría la puerta y entraba en la tienda Alex, su novio, con el que podría disfrutar de ese hijo tan deseado al que llamarían Daniel y querrían más que a su propia vida.
Comments