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Foto del escritorMarta Marín

Conductora de Marta Marín


Aquí me encuentro, un dieciocho de septiembre de dos mil trece, a las cinco y veinte de la tarde, sentada al escritorio de mi habitación, mientras escucho una canción de David Bisbal, dispuesta a escribir sobre la experiencia que ha sido para mí sacarme el carné de conducir. Dije que lo haría y lo haré, aunque pueda parecer una tontería. Alguno dirá: “Bah, ese mero trámite no da para escribir más de dos párrafos”, pero la verdad es que, en mi caso, lo que me sorprende es que el calvario que he pasado pueda caber en un “relato corto”. Sí, ha sido algo que me ha venido grande, ha sido el mayor de mis problemas durante más de un año. No me demoro más, ahí va la historia, para los que no la sepáis y para los que quieran revivirla conmigo ahora desde un punto de vista diferente.

Mi hermana Laura siempre ha querido ser independiente, desde antes de nacer; yo a veces le digo que le superan sus propias ansias de independencia. El caso es que, para una niña de diecisiete años, ¿qué mejor forma de sentirse independiente que sacándose el carné de conducir? Eso hizo: ella misma eligió una autoescuela y se lo sacó rapidísimo. Aprobó el examen teórico a la primera, cogió el coche con papá alguna vez, dio unas treinta clases prácticas con Martín (un profesor muy simpático del que siempre nos hablaba) y cuando fue al examen práctico también lo aprobó a la primera. Me acuerdo que cuando llegó a casa me dijo que había suspendido, y yo me lo creí; al fin y al cabo, uno de los chicos que fueron con ella se había presentado ya siete veces, pero mi hermana es una máquina.

Yo, sin embargo, nunca había tenido prisa por sacarme el carné de conducir, ni siquiera me había planteado cuándo podría hacerlo, y ni de lejos pensaba en apuntarme a la autoescuela ese verano de dos mil doce. Yo había trabajado muchísimo durante el último curso de Bachillerato para al final obtener la notaza de corte que necesitaba para entrar en la carrera de Veterinaria. Ya tenía esa nota, todo había acabado, yo estaba feliz y pretendía no hacer absolutamente nada en todo el verano; pero entonces, aquel veintitrés de junio, mi padre tuvo una idea descabellada. Me acuerdo perfectamente: nos habían invitado a una boda en Málaga ese fin de semana, Laura no había venido porque había empezado a trabajar como socorrista, así que el domingo por la mañana estábamos mis padres y yo, y mientras desayunábamos una tostada en la terraza del hotel, papá me dijo que debería sacarme el carné ese verano, porque una vez empezara la carrera tendría demasiadas cosas que hacer. Yo, inocente e ingenua, acabé por ceder; al fin y al cabo, es algo que hay que hacer si vives en Madrid. Si en ese momento hubiera sabido lo que estaba por venir, jamás me habría acercado a menos de un kilómetro de una autoescuela.

Pues bien, ese mismo lunes fui con mi padre a la autoescuela y me matriculé; una matrícula de cuatrocientos euros, un buen comienzo. Empecé a ir a las clases teóricas de las once y cuarto de la mañana con el mismísimo Martín, que era lo único bueno de la autoescuela; un chico joven, mono y con acento de Cádiz. Me harté de hacer los mismos tests inútiles en el ordenador un montón de veces, del ruido del aire acondicionado, de los portazos de la gente que entraba y salía, de recorrer después el camino cuesta arriba hasta mi casa, empapada en sudor bajo el sol de la una de la tarde en pleno mes de julio. Recuerdo a Alex, la secretaria de la autoescuela, diciéndome que, si hacía los test tantas veces, luego me costaría olvidarlos; y recuerdo también llevarme el libro cuando me fui de vacaciones en agosto, y bombardear a mi padre con preguntas absurdas.

Entonces, después de dos meses, llegó la hora de presentarse al examen teórico. Era veinticuatro de septiembre, el día de mi examen teórico por la mañana, y de mi primera clase de universidad por la tarde. Yo tenía muy pocos fallos en los test, iba preparada pero, como soy Marta Marín, tuvo que pasarme algo inesperado, algo que hasta ahora sólo había contado a mis tíos Paco y Rosa, pero que creo que es el momento de confesar ahora que ha pasado un año. Aquella mañana me sobraba algo de tiempo antes de salir por la puerta, y fui a echar un vistazo a la jaula de mi hámster, porque estaba un poco malita. Tuve que lavarle con un algodón húmedo el ojo en el que tenía la infección, y salí corriendo de casa. Cuando ya estaba llegando a la autoescuela, vi el autobús ahí, esperándome. Corrí, corrí mucho, pero se fue.

Desesperada, le pregunté a Alex qué podía hacer, y me dijo que tendría que ir en metro hasta la última autoescuela Pinilla en la que paraba el autobús, hasta Legazpi, e intentar llegar a tiempo. Yo, que por aquel entonces ni siquiera estaba acostumbrada al metro, no dudé en poner rumbo a la otra punta de Madrid, corriendo, mirando mi reloj y rezando por que las paradas pasaran más deprisa.

Al final, conseguí alcanzar al autobús, subí a él, me derrumbé sobre uno de los asientos y, tras respirar aliviada, intenté tranquilizarme. Una vez en el centro de exámenes, mientras esperaba a que me llamaran, realmente me sentí mayor e independiente. Hice el examen bien, aunque seguramente tuve algún fallo, y al día siguiente Alex me mandó un mensaje diciéndome que había aprobado. Primera prueba superada, y no había sido demasiado difícil para mí; al fin y al cabo, ya había hecho muchos exámenes antes, y ése ni siquiera era de los más complicados.

Alex me llamó entonces preguntándome cuándo quería empezar las prácticas. Hablé con mis padres sobre ello, porque no sabía si mi carrera iba a ser compatible con las clases de conducir; quizá fuera mejor dejarlo para el verano siguiente. Consiguieron convencerme con una frase que a día de hoy me hace muchísima gracia: “Hazlo; te lo quitas del medio rápido y se acabó”. Sí, en dos o tres meses pensaba yo sacármelo. Se lo dije a Alex y ella me asignó al mismo profesor que le dio clase a mi hermana, al mismo que daba las clases teóricas, a Martín. Después de haber ido con mi padre a hacerme el examen psicotécnico, pude empezar a dar clases.

Mi padre prefirió que yo empezara de cero con Martín, y eso fue lo que hice. Él me contó todo lo que hay que hacer antes de arrancar el coche, luego fuimos a un sitio más tranquilo que la calle Alcalá y me explicó lo que es el punto del embrague y, después de calar el coche unas cuántas veces, me encontré circulando sola. Al final de la clase me dijo que, para haber sido el primer día, lo había hecho bastante bien.

Aprendí a hacer un ceda el paso y un stop, aprendí a aparcar (lo cual siempre ha sido mi punto fuerte, a pesar de que algunas referencias de las que me enseñaba Martín no me valían por ser tan bajita), aprendí a entrar en una rotonda y a incorporarme a la autopista. Me acuerdo de lo asustada que estaba el primer día que salí a la autopista; todo el mundo iba muy deprisa, y Martín pisó el acelerador, y me resultaba muy difícil controlar el coche a esa velocidad; recuerdo todos mis músculos agarrotados, y tener que beber agua después de una clase entera circulando por la autopista.

Pero a mí me costaba mucho ver todas las señales, los peatones, mirar por los retrovisores, mantener las distancias laterales… Creo que tenía que ver con que yo siempre he sido una persona muy metida en mí misma, y para conducir hay tener los ojos tan abiertos y estar tan atenta a absolutamente todo, que me costó un montón acostumbrarme a ello. Después de las veinte clases que venían incluidas en la matrícula, hubo que comprar otras diez, a unos treinta euros cada una, y eso no era más que el principio. Empecé a dar las clases justo después de la universidad, ya por la noche, porque era el único momento que tenía libre. Martín siempre me decía algo al final de cada clase: lo importante que es ver la señal de ceda el paso, porque el día de mañana no habría nadie a mi lado que pisara el freno para evitar un accidente en el que podría matarme o matar a otra persona, que a ese ritmo me harían falta cien clases (echa cuentas), o que ser tan cabezona como yo significaba siempre una evolución lenta. Supongo que con esto último se refería a que yo buscaba “excusas” para mis fallos, o simplemente me quedaba callada cuando él me decía lo que había hecho mal. No sé si lo que quería era oírme decir: “sí, lo he hecho mal”, pero creo que no me merecía que se pusiera tan serio conmigo ese día. Con esto no quiero decir que Martín dejara de caerme tan bien como siempre, ni mucho menos; siempre nos hemos reído mucho, hemos comido chuches durante la clase y hemos escuchado su música. De Martín me quedo con el día que me dijo que, aunque soy pequeña, soy una persona muy grande, y que por eso no quería verme sufriendo por el carné de conducir. Ah, y cómo olvidar la vez que me llamó “intento de kamikaze”. A finales de febrero, mi horario de la universidad estaba a punto de cambiar a peor, y se avecinaba una época de muchísimas prácticas también por la mañana. Esto, sumado a lo culpable que ya empezaba a sentirme yo por el dineral que mis padres se estaban gastando en la autoescuela, me llevó a pensar en presentarme ya al examen práctico. Lo consulté con mis padres, no sin advertirles que no lo llevaba demasiado bien, y acabamos por fijar una fecha de examen. Martín me dijo que yo aún no estaba del todo preparada, pero que en ese momento llevaba el mismo número de clases que dio mi hermana, que ella también había ido al examen bastante justa y luego lo había hecho bien.

Lo que pasó después fue lo peor de todo lo que he vivido en la autoescuela. Apenas una semana antes de mi examen, una semana en la que tenía fijado ir a Móstoles, donde se encuentra el centro de exámenes de la DGT, por primera vez, Alex me llamó una mañana. Me dijo que en ese momento Martín había dejado de ser profesor de mi autoescuela por cuestiones personales. No me costó creérmelo, porque esos últimos días le había visto realmente quemado con todo, pero me quedé helada. Me acuerdo de bromear con mi hermana cantando ese “Ahora, que me he quedado solo…” de Pablo Alborán, pero la verdad es que no me hizo ninguna gracia. Más tarde me enteré de la verdadera razón por la que se había marchado, pero es algo que no debo comentar aquí.

Mi nueva profesora fue Pilar, una mujer tremendamente impuntual, que llevaba chocolate en el coche pero que nunca me ofreció una sola onza, que no llevaba peluches en la bandeja trasera del coche, que no me dejaba ponerme las gafas de sol para conducir porque en el examen no está permitido, y cuya forma de dar clase era muy distinta a la de Martín pero, sin embargo, simpática. Fue entonces cuando valoré lo importante que es equivocarse para poder aprender. Pilar me decía lo que tenía que hacer, Pilar me avisaba de que ahí había un ceda el paso en lugar de frenar en seco cuando iba a saltármelo para que fuera lo más desagradable posible para mí. Agradecí al cielo haber tenido a Martín durante treinta clases, y que hubiera sido él quien me había enseñado a aparcar.

El día del examen, fui con Pilar y con otras tres chicas, muy majas, por cierto. Ángela y otra chica hicieron el examen primero, mientras Rosa y yo sufríamos una angustiosa espera en el centro de exámenes. Yo fui la última en hacer el examen. Creo que el examinador que nos tocó no era ni bueno ni malo, pero ni que decir tiene que mi fracaso fue absoluto. Durante el examen estuve tan dispersa como si me acabara de fumar un porro, mis incorporaciones fueron lentas y mis movimientos bruscos. Fui a girar hacia una calle prohibida, y Pilar tuvo que frenar y sujetarme el volante. Lo que me sentó como una patada en la barriga fue que se riera cuando yo acababa de suspender. Las cuatro suspendimos aquel día, y volvimos a casa con la cabeza gacha, conscientes de que tendríamos que seguir en la autoescuela, y con la carga de tener que contárselo a quien nos preguntara, lo cual a mí me parece lo peor de todo. Recuerdo ir en el autobús mirando los coches que circulaban y pensar: “es que parece tan jodidamente fácil… pero yo no sé, no soy capaz de hacerlo.” A partir de entonces, la autoescuela sí que se convirtió en un auténtico martirio, principalmente porque yo ni siquiera sabía de dónde sacar el tiempo para dar clase. Pilar me ayudó a hacer mejor las rotondas y a incorporarme con más soltura a la autopista, volvimos a Móstoles unas cuantas veces, mi cerebro cada vez reconocía más fácilmente las señales, mis ojos observaban por los retrovisores más frecuentemente. La autoescuela era una carga demasiado pesada para mí, lo habría dejado sin dudar si ésta fuera una de esas cosas que se pueden dejar a medias. Durante todo el día buscaba una solución mejor que repetirme una y otra vez que tenía que estar muy atenta y verlo todo. A veces papá y yo conducíamos de Gargantilla a San Mamés y de ahí a Navarredonda y de vuelta a Gargantilla; cambiaba de marcha, hacía alguna rotonda, algún stop, pero no era lo mismo. Nos planteamos que quizá debería cambiarme a la autoescuela del pueblo para poder examinarme en otro lugar donde fuera más fácil aprobar, pero fue algo que no llegó a surgir por falta de planificación. Me seguía preguntando cómo adivinar los pensamientos de los demás conductores para anticiparme a ellos, me sentía muy culpable por el dinero que se estaban gastando mis padres en mí y, cada vez que pensaba en el examen, me agobiaba al pensar que cualquier mínimo e insignificante fallo me haría suspender, y me echaba a llorar de la impotencia.

Después de haber dado cincuenta clases más tras mi suspenso (añade esto a tus cuentas), Pilar ya me había cogido incluso cariño, aunque me seguía llamando cabezona y despistada. Los fallos que aún tenía empezaban a ser más cuestión de experiencia que de dar más clases; de hecho, mi mayor problema siempre ha sido adivinar lo que está pensando el que va detrás de mí. Mis padres y yo decidimos que debía presentarme de nuevo al examen; tantas veces como fuera necesario, pero hasta aprobar de una vez por todas. Sin embargo, dejé pasar el verano, por aquello que dicen de que en verano los examinadores son más estrictos. Debo decir que yo seguía sin ver el momento en que un examinador me dijera que estaba aprobada.

Obviamente, todo el mundo me preguntaba que cómo llevaba el carné de conducir, si había aprobado ya, y yo… ¿qué podía decirles? Me daba mucha rabia poder conseguir cualquier cosa menos eso. Me daban muchísima envidia todos los conocidos que se sacaban el carné antes que yo y en menos tiempo. Cuando mi tío Jose ya estaba muy enfermo y fuimos a verle al hospital, me preguntó por el carné y, cuando yo le conté la situación, dijo: “yo te daría el mío, porque ya no lo uso”, y lo último que me deseó fue suerte con el carné de conducir, eso es algo que no olvidaré nunca.

En septiembre compramos las últimas cinco clases (suma un poco más) y fijamos una fecha de examen. En estas clases previas al examen, no conduje mucho mejor de lo que solía hacerlo: algún peatón me pasó desapercibido, estuvo a punto de llevarme por delante un gilipollas que se me cruzó en una rotonda y me seguía costando tomar decisiones rápidas o ver el nombre de la salida de la autopista.

Una amiga de mi hermana había aprobado la semana pasada, y otro chico de Gargantilla se examinaba el mismo día que yo, me habían cerrado el atajo que yo utilizaba para ir a la autoescuela, ya había dado demasiadas clases (tanto que había acabado con otra hoja de firmas más), y tenía que aprobar. Esa noche antes del examen, me dediqué a simular con dos fundas de gafas cómo aparcar en batería marcha atrás. No podía evitar pensar: si mañana apruebo se lo voy a decir a todo el mundo, voy a llevar a mis amigas al centro comercial, Pilar y Alex se van a poner muy contentas, me voy a aprender el camino hasta mi facultad… Pero también pensaba: no voy a aprobar, es imposible, no lo hago bien, mañana compraremos más clases, mi familia se va a desesperar… Me fui a dormir enumerando en mi cabeza todas las cosas de las que debía estar pendiente pero, si ni siquiera podía recordarlas todas, ¿cómo iba a tenerlas todas en cuenta en el examen? A la mañana siguiente me levante (que no me desperté, porque apenas dormí) nerviosa y dividida en dos. La Marta positiva que quería creer que, si me lo ponían muy fácil, podía aprobar, y la Marta negativa, o realista, que me imaginaba volviendo a la autoescuela para decirle a Alex que había vuelto a suspender, renovando papeles y comprando más clases. Cuando fui a la cocina a desayunar, me encontré dos notas, una de mi madre y otra de mi padre, los dos deseándome muchísima suerte en el examen. En ese momento, la Marta mala me dijo: “deberías tirar esas notas a la basura, no vas a querer verlas cuando vuelvas a casa suspensa”. Como una idiota, me eché a llorar, pero se me pasó rápidamente y decidí dejar las notas donde estaban.

Salí de casa hacia la autoescuela, y allí estaba ya la otra chica que también se iba a examinar ese día. Sara era muy maja; se examinaba por tercera vez, pero tenía el presentimiento de que aprobaríamos las dos, un presentimiento del que la Marta mala se burlaba en mi cabeza. Una vez en Móstoles, las tres salimos del coche, y pudimos tranquilizarnos hablando durante unos diez minutos que se me hicieron eternos. Pilar nos repetía algunas de las cosas en las que teníamos que poner atención, y yo miraba con los nervios a flor de piel a cada examinador que se acercaba por si era el que nos había tocado a nosotras, hasta que llegó. No le juzgué, no se puede juzgar un libro por su portada. Sara hizo el examen primero. Fue un examen largo, pero bastante fácil; me alegró ver que el examinador, en lugar de decirte el nombre de la salida de la rotonda por la que debías salir, decía: “salga por la cuarta salida, la más situada a nuestra izquierda”. Sara tuvo algunos problemas con las marchas y caló el coche un par de veces, pero el examinador, a mi lado, no apuntaba demasiado. Pensé que seguramente Sara había aprobado. Luego me tocó a mí. Lo primero que hice fue dar un poco marcha atrás, porque Sara había dejado el coche muy pegado al de delante al aparcar. Luego señalicé, miré y salí a circular. Mi examen también fue fácil. Observé por los retrovisores, hice bien las rotondas y estuve muy atenta a los peatones; de hecho, me paré al ver a un señor mayor paseando a su perro, aunque estuviera demasiado lejos, porque escuché la voz de Martín: “¡Peatón con animal!” Y hubo también otro momento en que me acordé de él, al hacer un ceda el paso, le oí decir en mi cabeza eso de: “los cedas en mi pueblo se hacen en primera”. No hice ninguna burrada, pero en un par de ocasiones no seguí las indicaciones del examinador porque me equivoqué de salida, y hubo un stop que no hice correctamente; por eso pensé que había suspendido. El examinador me pidió que hiciera una parada a la derecha; señalicé, miré por el retrovisor y obedecí. Luego nos dijo a Sara y a mí que esperáramos fuera.

Ninguna de las dos sabía qué pensar cuando salimos del coche, yo me seguía preguntando si la falta del stop era eliminatoria, y cruzábamos los dedos por haber aprobado de una vez. El examinador salió del coche con Pilar, y empezó a decirle a Sara todos sus fallos, la manera de corregirlos y otras cosas en las que debía poner atención, y luego empezó a hacer lo mismo conmigo. Apenas podía atenderle, estaba demasiado nerviosa. Sólo recuerdo que me dijo que no habría sido necesario que me detuviera en ese paso de peatones, que debería hacer mejor uso del carril de aceleración y que no olvidara mirar también a la derecha a la salida de las rotondas, y fue entonces cuando dijo aquella frase: “estáis las dos aprobadas”. Miré a Pilar y me llevé una mano a la boca. Por un momento, tuve unas ganas impresionantes de darle a ese examinador un fuerte abrazo, pero me limité a darle las gracias. No me lo podía creer, todo había acabado, estaba aprobada, no tendría que volver a la autoescuela, el mayor de mis problemas había desaparecido.

En el viaje de vuelta comentamos que el examinador era verdaderamente una buena persona, porque podría habernos suspendido a las dos si hubiera querido. Estoy inmensamente agradecida de que nos hubiera examinado alguien como él, porque de lo contrario creo que aún seguiría dando clases. Pilar me dijo que, después de la clase del día anterior, no daba un duro por mí; me molestó un poco eso, aunque lo cierto es que yo tampoco habría apostado a que aprobaba; pero, Pilar, soy Marta Marín, y me pasan estas cosas. Me sentía muchísimo más ligera por la carga que me acababa de quitar de encima. También salió Martín en la conversación, comentamos que él tenía una lista de los examinadores buenos y de los malos. Sinceramente, le debo mucho. ¡Va por ti, Martín! De vuelta en la autoescuela, le contamos a Alex que habíamos aprobado las dos, y ella se alegró mucho por nosotras. Nos dijo que nos llamaría cuando tuviera los carnés provisionales, y que el verdadero nos llegaría por correo. Volví a casa dando saltitos como una tonta, deseando contárselo ya a todo el mundo. El resto del día estuvo plagado de felicitaciones y enhorabuenas, empecé a escribir este relato y por la noche me fui a cenar con mi familia para celebrarlo.

Ahora son las siete y trece del veintiuno de septiembre, ya sabe todo el mundo que soy conductora, lo que siento al ver una autoescuela o un coche de autoescuela circulando ha cambiado, el disco rallado dentro de mi cabeza está desapareciendo, y tengo unas ganas impresionantes de tener mi carné provisional para poder salir a conducir de verdad. Así concluyo este relato que, una vez aprobada, parece no tener sentido, pero que sé que me gustará releer en el futuro para recordar toda esta experiencia.

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