Cuando aún somos demasiado pequeños, nuestra madre nos lleva al colegio por primera vez. En infantil comienza nuestra educación. Nos ayudan a adquirir unos hábitos, a relacionarnos con los demás compartiendo siempre los juguetes y nos enseñan las cosas más elementales. Toda la vida recordaremos esas tardes enteras jugando en la calle.
Luego, en primaria, todos topamos con una maestra que “nos tenía manía”. Empezamos a leer y escribir, cantamos las tablas de multiplicar, aprendimos a hacer cuentas que ahora resolvemos con una calculadora, y aprendimos de memoria los temas de historia sin entender siquiera lo que estábamos recitando. La primaria es, en resumen, tardar horas en hacer los deberes por estar pensando en tus muñecos.
El paso al instituto a todos nos intimidó. Un sitio nuevo, gente nueva, asignaturas nuevas, profesores nuevos y la absurda idea de que ya no habrá nadie pendiente de ti para decirte cómo hacer las cosas (aunque, en realidad, era cierto comparado con el colegio). En el instituto todo comienza a ser más difícil: empiezas a adquirir verdadera cultura, buscas tu pequeño camino en la vida a pesar de estar en esa edad tan complicada que es la adolescencia y lloras por primera vez la tarde antes de un “examen” al no sentirte capaz de, por ejemplo, aprenderte el nombre de todos los huesos del cuerpo en francés; pero todo pasa.
Después viene el bachillerato. Es una ocasión para decidirse entre ciencias y letras, para madurar, para demostrar la clase de persona que eres y, sobre todo, para luchar por esa carrera con la que llevas soñando demasiado tiempo. El último curso del instituto es a la vez una carrera de fondo y una carrera de obstáculos, es sentirse culpable cada minuto que no estás estudiando por no ser capaz de luchar más por tu sueño, es el curso en que esos profesores con los que no querías tener nada que ver se convierten en tu mayor apoyo.
Haces más de lo que puedes y, cuando tus fuerzas están a punto de agotarse por completo, llega el día de tu graduación antes de que te lo esperes. Yo no leí nada aquella tarde en el salón de actos de mi instituto pero, de haberlo hecho, habría dicho algo parecido a esto:
“Hace unos días, una de nuestras mejores profesoras nos preguntó qué hemos aprendido este curso. En ese momento, no supe decir nada que me pareciera realmente importante, pero he estado recapacitando sobre ello:
Este curso he aprendido historia, física, química, biología, literatura, sintaxis y mil cosas más, algo que este año es realmente digno de mención, pero no es eso lo que más valoro.
He aprendido que, cuando quieres algo, tienes que esforzarte para conseguirlo, y que todo esfuerzo es duro; que hay que superarse día a día porque, de lo contrario, la vida carecería de sentido.
He aprendido que, muchas veces, los retos nos dan lecciones muy valiosas, nos hacen más fuertes y nos dotan de amor propio. Ahora sé que puedo hacer cosas de las que no me creía capaz, y me siento orgullosa de lo que he conseguido por mí misma y de seguir mejorando. Siento que ha valido la pena y que este año he madurado en todos los sentidos más que ningún otro.
Este curso he aprendido que, aunque en esta vida nadie te regala nada y a veces los retos son demasiado difíciles, hay personas que siempre van a estar ahí cuando las necesites, y te van a ayudar de la mejor manera posible: con su apoyo, su cariño, y un fuerte abrazo cada vez que te haga falta.
He aprendido que todo lo que vaya mal un día irá bien al siguiente, y viceversa. Por eso, hay que preocuparse por lo malo, pero nunca hay que olvidar disfrutar lo bueno. Y he aprendido que es mucho mejor llorar de emoción que de tristeza o agobio.
He vivido muchas cosas estos últimos meses pero, si me piden que me quede con algo, no soy capaz de hacerlo. Me parecen tan importantes los buenos momentos como los malos, y quiero recuerdos tanto de las risas entre ejercicio y ejercicio como de aquel cero en el examen de química. Porque, ahora que al fin ha terminado, no cambiaría esta experiencia por nada.”
Para cuando acaba el acto, a todos los presentes se les ha escapado ya alguna lagrimilla, y se tiran los birretes al aire, y sólo entonces te das cuenta de lo que significa realmente ese simple gesto. Te haces fotos con demasiada gente, aún no asimilas lo que estás viviendo, le das un fuerte abrazo a esa profesora de química que, después de haber tenido que suspenderte en alguna ocasión, ha acabado poniéndote un nueve, y sales por última vez con tu amiga por la puerta del instituto que ha acabado convirtiéndose en vuestra segunda casa.
Poco después te encuentras en una situación que, apenas uno o dos años antes, te habría parecido completamente surrealista: cenando con tus profesores, contando anécdotas de todo tipo, porque lo cierto es que se han acumulado muchos momentos inolvidables durante seis años. Durante toda la noche te desfogas bailando y riendo con tus compañeros, y luego ese horrible dolor de pies, y por último ese chocolate con churros antes de irte por fin a dormir.
Pero aún hay que seguir estudiando, sólo un poco más, y antes de que te des cuenta llega la temida selectividad. Los nervios, los repasos de última hora, la preocupación por si te pierdes y no llegas a tiempo, los cinco bolígrafos de repuesto, las dos calculadoras (por si a una se le gastan las pilas) y, sobre todo, saber exactamente dónde están los servicios. Pero te das cuenta de que no es tan horrible, de que los profesores de universidad son personas normales y de que esos ejercicios ya los has hecho mil veces. Y en cuanto salgas del primer examen te harán por primera vez esa pregunta que se repetirá hasta la saciedad: “¿Qué tal el examen?” “Supongo que bien, pero no quiero hacerme demasiadas ilusiones.”
Esa mañana tan esperada, después de no haber dormido en toda la noche, miras las notas de selectividad con el corazón a mil por hora, te das cuenta de que tienes exactamente lo que te mereces y no puedes hacer más que llamar a tus padres dando aún saltos de alegría.
Y, sin saber cómo, después del verano más raro de tu vida, te encuentras en el salón de actos de una extraña facultad, donde te sientes pequeña y aún no conoces a nadie, y escuchas las palabras de ese hombre que se hace llamar decano: “Bienvenidos a la facultad de Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid. Ante todo, quiero felicitarles: sabemos que ésta es una carrera absolutamente vocacional y que se pedía una calificación alta, y supongo que todos ustedes se pusieron muy contentos al ver que lo habían conseguido. Han escogido una carrera exigente, pero valdrá la pena. Vivirán momentos en que querrán tirarse de los pelos, pero también los mejores momentos de sus vidas…”
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