Mis amigas hablaban, pero yo era incapaz de seguir la conversación. Sergio estaba a escasos pasos de mí en ese pasillo del instituto, y yo no podía evitar que mis ojos se dirigieran hacia él. Entonces se giró. Nuestras miradas se cruzaron y no quise disimular. Habíamos coincidido en la autoescuela unos meses atrás, y me sentía afortunada de haber podido conocerle mejor, pero desde que yo empecé las prácticas sólo habíamos hablado el día que me contó que él ya había aprobado. Cuando vi que empezaba a caminar hacia mí, mi corazón empezó a latir muy deprisa.
- Irene, me he enterado de que aprobaste el práctico el viernes. – Me dijo y la conversación de mis amigas se interrumpió al momento. El bombón de la clase era más interesante.
- Sí. – Murmuré nerviosa. – Mis padres están muy orgullosos. - Me arrepentí de haber dicho eso en cuanto terminé de hablar.
- ¿Al final cuántos intentos has necesitado?
- Bueno… sólo uno.
- ¿En serio? Yo a la primera me salté un stop, aprobé a la segunda. – Alzó las cejas sorprendido. Sonreí. - ¿Sabes qué? Me encantas. Eres una tía genial.
- No ha sido para tanto. – Quise ser humilde, y bajé la cabeza para ocultar mi rubor.
- ¿Por qué no me das una vuelta un día de estos? Te presto mi coche. Podemos ir a tomar un helado. – La presencia de mis amigas no le impidió hablar sin reparos.
Todo a mi alrededor se detuvo. Me paré un momento a mirar las caras de mis amigas, y todas expresaban la misma incredulidad que yo misma sentía. Pero dentro de mí había algo más: esa satisfacción que aparece cuando al fin consigues algo que llevas esperando demasiado tiempo.
- Claro. – Sonreí.
Sin más demora, al día siguiente fuimos a la heladería. No podría olvidar absolutamente nada de aquella tarde, ni lo encantador que fue conmigo ni su inconfundible “¿Qué me dices, nena? ¿Quieres salir conmigo?”
Al principio todo fue perfecto. Sergio conseguía que yo me sintiera constantemente como si estuviera viendo una preciosa puesta de sol en la playa. Muchas chicas me envidiaban, porque era el novio que a todas les gustaría tener: atractivo, sensible, comprensivo, atento… y además era el cantante de un grupo de rock. Sin embargo yo, sin razón aparente, tenía la sensación de que toda esa magia pudiera desaparecer.
Aquel día me puse mi mejor minifalda. Llegué al instituto con una leve sonrisa, pensando en lo que me diría Sergio cuando la viera. Estaba segura de que le encantaría. Le vi al fondo del pasillo y aceleré el paso, eufórica. En ese momento, su mejor amigo le dijo algo. No sé qué fue, pero Sergio tensó la mandíbula y me miró de una manera que incluso me hizo sentir mal. Mi sonrisa desapareció. Él apenas me habló, y durante toda la mañana se comportó conmigo de una manera muy fría.
- ¿Vas a contarme qué te pasa? – Le pregunté cuando ya no aguanté más.
- No me pasa nada. – Me dijo sin ni siquiera mirarme.
- Sergio, sé que te ocurre algo.
- ¡Claro que lo sabes, y también sabes perfectamente lo que es! – No quise darle demasiada importancia al hecho de que acababa de levantarme la voz.
- No, eso no lo sé, y necesito que me lo expliques ahora. – Al fin me miró a los ojos.
- ¿No crees que esa falda es demasiado corta?
- ¿El problema es que no te gusta mi falda? – Necesité asegurarme.
- A mí me encanta, pero no me da la gana que todos te miren el culo. Tú eres mi novia.
- No me puedo creer lo que acabas de decir. – Fruncí el ceño y me crucé de brazos. - No vuelvas a hablarme así.
- Lo siento, cariño. – Dijo en un suspiro. – Es que he escuchado comentarios que…
- ¿Comentarios sobre mi falda? – Le interrumpí. Él asintió con la cabeza. – Vale, entonces no me la pondré más y se acabó el problema, ya está.
- Sí, mejor.
Unos días después, fuimos a su casa. Nos encontrábamos solos allí, y eso me gustaba. Empezaba a darme cuenta de que Sergio era mucho mejor cuando estábamos a solas.
Se sentó a mi lado en su cama, puso sus manos en mis mejillas y me besó dulcemente. Yo rodeé su cuerpo, estrechándole contra mí. Entonces él separó sus labios de los míos.
- Irene. – Pronunció con voz ronca y me miró a los ojos. – Llevo tiempo pensando que deberíamos dar un paso más.
- ¿Te refieres a…?
- Me encantaría hacerlo contigo.
- Quizá podríamos intentarlo. – Acepté tras vacilar un poco, pero sin apenas haberme detenido a pensarlo.
Él sonrió, se inclinó hacia mí y volvió a besarme. No tardó en tirar de mi camiseta, y yo le permití quitármela. A partir de entonces empecé a ponerme nerviosa. Sólo sentía miedo y vértigo, cada vez más angustia.
- Sergio, en realidad, prefiero no hacerlo ahora. – Dije, pero él siguió besándome en la clavícula. – No estoy preparada para esto, dejémoslo para otro momento. No me siento bien. – Sergio ignoraba mis palabras. Me empujó para que me tumbara. – Sergio, en serio, no quiero hacerlo. Sergio, para, por favor. No… - Entonces me miró fijamente.
- Sólo cállate y relájate.
No pude responderle con semejante nudo en la garganta, me limité a hacerle caso. No dije nada más y dejé que lo hiciera. Se me escapó una lágrima por la tensión. Quise pensar que simplemente eran los nervios, que era normal.
En otra ocasión, Sergio me invitó a un concierto de su grupo en un pequeño local. Me encantó verle cantando, me encantaba Sergio en su totalidad. Me miraba, de vez en cuando me guiñaba el ojo o me señalaba. Me hacía sentir especial. Me acerqué al pie de esa pequeña elevación que desempañaba el papel de escenario.
- Cantad ahora la de No me juzgues más, por favor. No me juzgues más. – Pedí emocionada y todo el mundo pudo escucharme.
Sergio se acercó a mí con una sonrisa. Yo le sonreí también. Me acarició la mejilla dulcemente.
- Calladita estás más guapa. – Me susurró al oído.
Me quedé helada. Sergio me dio un beso fugaz en la frente y se giró para volver a su posición. Tocaron la canción que yo había pedido, pero no fui capaz de disfrutarla.
- ¿Qué os parece si tomamos algo en aquel bar? – Preguntó un amigo de Sergio, un miembro del grupo, cuando acabó el concierto.
- Sergio, yo tengo que irme a casa. Mira qué hora es. – Le recordé algo preocupada tras apartarle un poco de los demás.
- Quédate, sólo serán un par de copas.
- Mis padres se van a enfadar.
- ¿A quién le importa?
- Sergio, no voy a quedarme.
- ¿Vas a decirme que no a mí? – Inquirió y enarcó una ceja.
- Exacto, te estoy diciendo que no. Te recuerdo que no he quedado hoy con mis amigas por venir a verte, pero me niego a tener una bronca en casa.
El resto del grupo empezó a dirigirse hacia el bar, y Sergio me dio la espalda para ir detrás de ellos.
- Desde aquí tengo que coger tres autobuses. ¿No vas a acompañarme? – Todos me miraron. Sergio se giró bruscamente.
- No. – Pronunció con claridad. – Pareces muy independiente, muy segura de lo que haces, así que supongo que sabrás volver sola.
- Siempre tiene que ser todo como tú quieras. Eres un egoísta. – No me importó decírselo delante de todos.
- ¿En serio? – Entornó los ojos. – Pues tú sólo eres una zorra barata.
Volví a casa sola. Me sentía humillada, despreciada, me sentía una auténtica zorra barata. Apenas dejé de llorar en algún momento durante los dos días siguientes; de hecho, estaba llorando en el instante en que sonó el timbre en mi casa.
Era Sergio, y venía con un ramo de flores. Unas preciosas rosas rojas. Me pidió perdón un millón de veces. Ni por un momento pude dudar que estuviera de verdad arrepentido. Se reflejaba con nitidez en su rostro y en sus palabras que realmente se sentía mal por lo que había hecho. Incluso me aseguró que daría cualquier cosa por volver atrás en el tiempo y actuar de otra manera.
Le perdoné, y todo pareció volver a ir bien. De nuevo era ese novio perfecto que yo echaba de menos. Desafortunadamente, no duró mucho. Pequeñas discusiones, subidas de tono… Pero él conseguía, de una manera u otra, que yo no tuviera muy en cuenta aquellos comentarios despectivos.
Aquella noche estábamos solos en mi habitación, pero yo había sentido la necesidad de que mi madre se encontrara también en casa. Sergio empezó a besarme y yo volví a sentir ese agobio, esa angustia en mi garganta.
- Sergio, para, por favor. – Él no me escuchó, y mi tensión iba en aumento. No podía dejar que lo hiciera de nuevo. - ¡Sergio, no! – Conseguí levantar la voz un poco y él me miró serio.
- ¿Qué? – En ese momento, él me dio verdadero miedo.
- Que no. – Conseguí murmurar con la voz entrecortada. – No quiero hacerlo.
Cerré los ojos, y sólo respiré cuando noté que él se levantaba de la cama. Abrí los ojos y Sergio estaba en medio de la habitación, dándome la espalda, con los brazos cruzados. Tragué saliva y me recordé que mi madre estaba cerca. Sergio se acercó a mi escritorio lentamente, y mi cabeza empezó a dar vueltas al ver que cogía una de mis revistas. Yo había olvidado esconderla.
- ¿Cuántas veces te he dicho que no leas estas mierdas?
Me miró con la mandíbula tensa y yo no pude responder, sólo agaché la cabeza. Sergio lanzó la revista lejos con uno de sus movimientos bruscos y, aunque no pude ver bien cómo ocurrió, un vaso de cristal cayó también al suelo.
- ¿Qué ha sido eso, Irene? – Preguntó mi madre desde fuera.
Sergio no dijo nada, sólo me miró con ojos agresivos.
- Tranquila, mamá; sólo… se me ha roto un vaso.
Fue entonces cuando me di cuenta de algo muy obvio. Me di cuenta de lo que estaba pasando, y era algo que nunca pensé que me ocurriría a mí. Necesité todas mis fuerzas para hablarle.
- Sergio, tú estás mal de la cabeza, tú… tú eres un maltratador.
Pude notar cómo sus pulmones se llenaban de aire. Se mordió el labio inferior y fui capaz de distinguir las venas en su cuello. Sus ojos se entornaron por la ira. Necesitaba desahogarse de alguna manera y, en ese momento, sólo estaba yo. En dos segundos estuvo frente a mí y me dio una fuerte bofetada en la mejilla. Me llevé la mano a la cara y no me moví más. Vi una lágrima caer sobre mi pantalón. Debería decirle que se fuera, que habíamos terminado definitivamente, que no quería volver a verle… pero, ¿cómo? Yo no podía hacer eso, no me atrevía, sería mucho peor. No tuve fuerzas para hablar ni para moverme.
La puerta de mi habitación se abrió, y sólo cuando dio un portazo levanté la vista. Sergio se había ido. Le escuché salir por la puerta principal de mi casa y respiré hondo.
Pasó el fin de semana. El domingo, el cielo tenía ese color rosado de la última hora de la tarde. Yo caminaba sola por la calle, volvía a casa.
- Irene. – Escuché detrás de mí.
Me detuve al instante, helada. Reconocería esa voz en cualquier parte. Miré a mi alrededor y, a medida que comprobaba que ese lugar era un callejón estrecho y apenas transitado, mi respiración y los latidos de mi corazón se aceleraban.
- Irene. – Repitió él. Me giré rápidamente y me asusté al verle tan cerca. Di un paso hacia atrás. – No me has cogido el teléfono en todo el fin de semana. ¿Te ocurre algo?
- Sergio, no intentes quitarle importancia a lo que pasó el otro día. – Tragué saliva. – Creo que está claro que hemos terminado.
- No, Irene. – Contuve la respiración cuando me agarró del brazo. – Escucha: lo siento.
- Has dicho eso tantas veces que ya no significa nada. – Suspiré. – No quiero volver a verte.– Pronuncié con un hilo de voz.
- No, no, no me digas eso. – Esta vez era él quien parecía tener ese nudo en la garganta.
- Sergio, por favor, suéltame y deja que me vaya.
- No, ¡tú no puedes dejarme! – Gritó. Me empujó hacia la pared y, con las manos sobre mis hombros, me apretó contra ella.
- Estás loco.
- ¡Cállate, joder! – Dio un puñetazo a la pared, justo al lado de mi cabeza. Luego respiró, intentando calmarse. – Vuelve conmigo. Vuelve conmigo o te juro que te mato… o me mato yo. – Sacó una navaja del bolsillo de sus vaqueros.
- Sergio, por favor. – Me sacudí, intentado liberarme, pero era inútil. – Sergio, no hagas esto. Guarda esa navaja.
Empecé a hiperventilar, y un calor intenso ascendía por todo mi cuerpo. Estaba segura de que iba a morir, no veía la manera de salir viva de ese callejón. Cerré los ojos y sentí un sudor frío en mi frente.
- Vuelve conmigo. Quiéreme otra vez, como antes.
Él alzó la navaja. De alguna manera, lo conseguí. Saqué fuerzas de dónde no las tenía y le empujé lejos de mí. Sin perder un segundo, empecé a correr, corrí tan rápido como pude, corrí llorando, corrí, corrí…
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