Muy pocas veces me he sentido tan mal. No, no quiero engañarme. En realidad, nunca en mi vida me he sentido tan mal. Esta angustia, que es como un nudo en la garganta, esta sensación de no tener ganas de nada porque ni siquiera te crees capaz de hacerlo estando tan bajo de ánimo, de moral, de autoestima… de todo. Y piensas que en cualquier momento te saldrán las lágrimas, quieres llorar porque eso quizá alivie el sabor amargo. Pero yo no puedo llorar más, ya he llorado demasiado.
Sigo caminando solo, bajo el sol del verano, sin ni siquiera mirar a la cara a las personas con las que me cruzo. ¿Qué les importará a ellos toda mi historia? Tendrán sus propios problemas, quizá incluso peores que el mío; de lo contrario, se quejarán de cualquier estupidez, pero el caso es que nadie está contento con lo que le toca.
Porque yo la tenía, hace apenas días, literalmente, entre mis brazos, abrigándola con mi cazadora de cuero que tanto le gustaba. Y ella enredando sus dedos entre mi pelo azabache. Pero la perdí, y no me gusta pensar que quizá no la valoré lo suficiente, que no aproveché al máximo el tiempo que estuve junto a ella.
¿Hacia dónde voy? No lo sé. Poco importa el rumbo cuando lo único que pretendes es que el calor veraniego calme el malestar que sientes dentro. Siempre me han encantado los días de verano, esos rayos de sol que acarician todo tu cuerpo, esa cálida brisa que agita suavemente las hojas de los árboles. Sin embargo, éste es uno de los peores días de mi vida. No, me he vuelto a engañar. Hoy es el peor día de mi vida. Porque ella ya no está, ni estará nunca más. Al fin me decido a mirar mi reloj. Lo que esperaba: ese puñetazo en el estómago. El avión debe estar a punto de despegar, si no lo ha hecho ya. Ni siquiera un adiós, pero así es mejor. Es mejor no ir porque sería demasiado doloroso, porque allí estará su padre…
Se me ocurre algo, un lugar al que puedo ir. Ella se va, pero yo me puedo consolar pensando que no tengo por qué perder mi pasión. Puedo retenerla conmigo en un lugar del que nunca se escapará, en el que podremos estar juntos para siempre. Dentro de mí. En mis recuerdos. Sólo tengo que recordarla, y sé un lugar perfecto al que puedo ir para revivir momentos inolvidables, todas las horas que habremos pasado allí, juntos, solos. Esa melena de oro, larga y lisa, siempre suelta y viva, libre como ella misma. Esos ojos azules en los que yo me sumergía cuando nos mirábamos fijamente y podía llegar a ver el mar. Esa sonrisa luminosa y que siempre se me contagiaba. Ahora, cuando más lo necesito, no me puedo contagiar. Y ese cuerpo, ese cuerpo perfecto que antes era mío, pero no me puedo imaginar quién será el próximo en acariciarlo. Por supuesto, no como lo hacía yo.
Lo evidente es que por primera vez me he enamorado de verdad, pero en ocasiones la vida es cruel; esas veces en que te gusta tanto algo que estás dispuesto a dar todo lo que tienes, pero eso no, ella no. Entonces la vida… bueno, ya se sabe, le gusta verte sufrir. Pero, ¿realmente podemos culpar a la vida? Yo no creo en el destino, en nada que se salga de lo natural, pero siempre le echo a la vida la culpa de todo, porque siento que es imposible que me pase todo esto si no es porque alguien o algo la está tomando conmigo. Es demasiado para llamarlo simple mala suerte.
Me detengo, he llegado a donde iba, al puente, nuestro puente. Saco un cigarrillo y lo enciendo, esperando que me relaje. Yo estoy en la acera, y detrás de mí pasan los coches. Pero no quiero mirar hacia allí, me gusta más apoyarme en la barandilla y mirar hacia abajo, esa carretera perpendicular a la que yo tengo detrás. Los coches veloces desaparecen bajo mis pies, unos más grandes, otros más pequeños, de colores diferentes, con conductores diferentes, cada uno con su vida, su rumbo, su propia historia… Es posible que dentro de alguno de esos coches alguien esté llorando, pero a mí, aquí arriba, siguen sin salirme las lágrimas. Doy otra calada al cigarro.
Entre los coches se ha infiltrado una moto que avanza ruidosa, escandalosa. Algo más lejos, la gasolinera de siempre. Unos cuantos árboles a la derecha y algunas personas caminan. Todos esos edificios, zonas de ocio y carteles publicitarios. No es nada comparado con un paisaje de campo con sus montañas, su riachuelo, pequeñas casitas con chimeneas humeantes, alguna vaca perdida y toda la hierba verde; pero esto es la ciudad.
Al pensar en el campo, miro arriba, hacia el cielo. Ahora mismo, está ese sol abrasador, pero quiero imaginarme que es de noche, una noche de esas en que veníamos juntos aquí. Echo la cabeza hacia atrás y expulso el humo del cigarro, despacio, relajado, y me imagino las estrellas. A simple vista, no encuentras ninguna; demasiada luz en la ciudad. Pero, si te fijas bien, la puedes observar. Esa estrella que sí se deja ver, que no está tapada por las luces de la ciudad porque ella brilla más que las demás. Nosotros, juntos, siempre la encontrábamos: era nuestra estrella. Esos momentos ya se han acabado, tampoco es de noche, y tampoco está ella. Tengo que volver a la realidad.
Una pareja de jubilados pasa a mi lado por la acera, en silencio. Me miran un poco extrañados, pero no entiendo por qué. Sí, estoy solo, parado aquí, en el puente, contemplando los coches, fumando un cigarro. ¿Y qué pasa? ¿Acaso les importa? En cualquier caso, no les voy a volver a ver. Si esto fuera una película, yo me plantearía tirarme desde este puente, quizá acabaría aquí mismo con todo, pero esto es la vida real, así que tiro el cigarrillo ahí abajo y me digo que ya es hora de volver a casa. Me he cansado de deambular por la calle sin rumbo.
Lo recuerdo todo casi sin querer, cómo se ha esfumado lo que yo más quiero. Instantáneamente me viene a la cabeza la imagen de ese hombre, su padre. Él lo ha estropeado todo, se ha opuesto completamente a nuestra relación. Se propuso separarnos y lo ha conseguido. No le ha sido fácil, pero se ha salido con la suya. La razón, sólo él la sabe. No, me estoy engañando de nuevo. No me hace gracia ponerme en su lugar pero sé que, si lo hago, puedo entenderle. Desde el primer momento en que me vio, yo no le gusté nada, su rechazo hacia mí era tan patente que casi se podía palpar con los dedos. Eso es algo normal, que no te guste del todo ese chico que sabes que está con tu hija, y que no quieras pensar qué harán cuando están a solas si ya se besan en público. Un padre quiere lo mejor para su hija, el chico perfecto, que pueda satisfacerla en absolutamente todos los sentidos. Y él no puede comprender que alguien como yo pueda hacerla feliz, un niñato con chupa de cuero y vaqueros desgastados, con esa melena alborotada, que fuma y tiene una moto que seguramente utiliza para hacer el gamberro.
Las cosas se pusieron aún peor aquella noche. No, no cualquier noche, fue aquella noche, la que empezó con risas y terminó en desastre. Todo era perfecto. Estábamos en su casa, juntos, solos. Habíamos pedido una pizza, y nos divertíamos mordiendo el mismo trozo a la vez, jugando con el queso que podría estirarse hasta medir kilómetros. ¡Qué manera de reír! Todavía puedo escuchar sus carcajadas. Y, por si fuera poco, yo le hacía cosquillas, hasta que no podía más, hasta que se ponía colorada. Luego la besaba, sin importarme que no hubiera tenido tiempo de recuperar el aliento. Más tarde pusimos una película pero, sinceramente, no recuerdo cuál, ni de qué trataba, ni del protagonista… Nada, porque no la vimos. Jóvenes y enamorados, sólo nosotros dos en su casa. Bueno… digamos que hay veces en que, simplemente, la situación es propensa, es inevitable.
Estábamos disfrutando, no tenía sentido contenernos. Ni siquiera nos lo planteamos. ¿Por qué íbamos a hacerlo? No estábamos haciendo nada malo, no era malo hasta que se abrió la puerta principal. Entonces se convirtió en uno de los peores pecados que se puedan cometer. Su padre abrió unos ojos como platos y, en esa manera de mirarme con desprecio, pude detectar lo que sentía. Primero confusión, enfado, rabia, un odio inmenso hacia mí, y después empezó a pensar qué podía decir. Supongo que, en ese sentido, la situación era peor para él que para nosotros; al fin y al cabo, no hacían falta muchas explicaciones por nuestra parte. Sólo me miró con el ceño fruncido y me dijo que me fuera inmediatamente de su casa. Nada más. Yo salí de allí cuando acabé de vestirme, con verdadero miedo por lo que pudiera hacerle a ella, arrepintiéndome en cuanto cerré la puerta a mis espaldas de no haber ni siquiera abierto la boca para intentar que nos comprendiera, que se calmara. No era tan grave. Quizá el problema era que su padre creía que ella me quería a mí incluso más que a él.
No fue por eso por lo que acabó todo, todavía ocurrió algo más, la gota que desbordó el vaso. Yo tampoco tuve la culpa de esto pero, como tantas veces, la vida me hizo pagar por lo que no había hecho, lo que no me merecía. Ni siquiera me enteré de lo que había pasado hasta aquella tarde. Charlaba tranquilamente con mis amigos, y ella también estaba allí. Como de costumbre, todo iba bien hasta que apareció él, su padre. Le vi doblar la esquina de la calle, con otro chico de nuestra misma edad, quizá algo mayor. Sólo me fijé en que tenía una horrible cicatriz en la mejilla. Pareció asustado al vernos y se detuvo de golpe. Pude ver cómo le contaba alguna historia al padre de mi novia, y nos señalaba a todos nosotros, a mis amigos, de manera acusadora. Al escuchar las palabras del chico, su padre adoptó su típica expresión malhumorada y empezó a acercarse con paso raudo. En pocos segundos estuvo frente a su hija, la agarró fuertemente del brazo y la separó de un tirón del grupo de gente en el que estaba. Mientras se la llevaba casi arrastrándola, intenté detenerle, aunque tampoco insistí demasiado, era mejor no hacerlo. Tuve que contenerme, y mucho, porque me entraron unas ganas horribles de bajarle los humos de un buen puñetazo en plena cara o, al menos, de dejarle claras cuatro cosas para que no se creyera superior, para que dejara de despreciarnos de ese modo a mí y a mis amigos, porque puede que nosotros no tengamos un deportivo como el suyo, quizá algunos de mis amigos no tengan ni dónde caerse muertos, pero como personas contamos todos por igual. Parece mentira que aún haya personas que sigan pensando en las clases sociales.
Más tarde la llamé. Quería entender lo que había ocurrido, y ella podría explicármelo. Ese chico de la cicatriz era su primo, el sobrino de su padre. Si se había asustado al vernos era porque, no mucho tiempo atrás, mis amigos le habían pegado una buena paliza. Al principio no me creí lo que ella me contaba, pero hablé con uno de mis amigos y me confesó que aquello era verdad, al pobre chico se lo habían hecho pasar muy mal. Sólo escuché hasta ahí. De todas formas, ¿qué importaba lo demás? Ya estaba hecho, no había vuelta atrás, y estaba claro que yo me vería involucrado en algo en lo que no tenía nada que ver. Me daba igual el por qué, el dónde o el cuándo, sólo creo recordar que me habló de un ajuste de cuentas, pero no estoy del todo seguro, y no me importaba, porque no cambiaría nada.
En poco tiempo, ella estará a unos 2000 kilómetros de distancia, en Gran Canaria, lejos de mí, justo donde su padre la quiere, con el Océano Atlántico de por medio. Ella no ha obtenido la nota que se necesita para estudiar Veterinaria aquí en Madrid, así que tomó la decisión de irse a estudiar a alguna otra provincia de España; pero su padre, que es quien paga, tuvo que elegir la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Yo sigo viendo todo esto como una especie de soborno. Para él es una buena inversión. ¿Cómo no va a despreciar a la gente como yo si para él el dinero lo es todo? Lo soluciona todo con dinero, no le hace falta más.
Ya he llegado a mi portal. Saco las llaves del bolsillo y abro la puerta. Subo las escaleras de dos en dos hasta mi piso, el segundo, y una vez allí entro en casa. Dentro todo está silencioso, no hay nadie. Mejor, no me apetece ver a nadie. Me dejo caer sobre el sofá, intento relajarme, pero no funciona. Miro el reloj y, muy a mi pesar, tengo que admitirlo: el avión ya habrá despegado, ella está ahora volando, en el cielo.
Entonces veo mi teléfono móvil encima de la mesa, lo he dejado ahí porque no quiero hablar con nadie. Tiene un mensaje nuevo. Lo que siento sólo se puede describir con la palabra esperanza. Sí, es de ella, el mensaje es suyo. Y dice así: “Te estoy esperando en el aeropuerto. Si vienes no me voy a Canarias, prefiero viajar contigo a cualquier lugar. Ven rápido, por favor, o todo esto será el final.” No me lo puedo creer: ella está dispuesta a irse conmigo, a perderse conmigo en un lugar muy lejos de su padre, y yo he sido tan extremadamente estúpido que me he dejado el teléfono en casa. El mensaje me lo ha enviado hace casi dos horas, cuando todavía estábamos a tiempo de cambiarlo todo e impedir un final como este.
De repente, lo noto, esa sensación que conozco tan bien pero que todavía no he aprendido a describir, me parece casi imposible. No puedo concretar más, sólo puedo decir que es rabia, es frustración, es chasco, es fracaso, es sentirte como una verdadera mierda. Todos mis músculos se contraen, sobre todo los de la cara. Me muerdo el labio inferior hasta que noto el sabor de la sangre. Respiro cada vez más deprisa. Pero no me salen las lágrimas, sigo sin poder llorar. Pero, ¿por qué? ¡Joder! Quiero llorar en este momento, para sentirme mejor. Aprieto los puños, pero tengo algo en la mano. El móvil. Lo miro entornando los ojos, sin querer pensar que, simplemente con haber llevado encima ese asqueroso aparato, todo habría sido distinto, muy distinto. Con tantas emociones, lo lanzo fuertemente contra la pared. Un golpe seco. ¡Pum! Ni siquiera quiero mirar cómo ha quedado porque me acabo de dar cuenta de que no debería haberlo hecho. No ha cambiado nada, ni siquiera me siento mejor.
A veces los aviones se retrasan. Sí, casi siempre se retrasan. Yo una vez tuve que esperar dos horas. Entonces queda una posibilidad muy pequeña, demasiado pequeña, pero yo tengo que aprovecharla.
Me levanto inmediatamente y cojo las llaves de la moto. La puerta se cierra de un portazo detrás de mí y bajo las escaleras veloz, trotando sobre ellas. Salgo a la calle. Llego frente a mi moto. He olvidado el casco en casa pero, ¿qué más da? Eso es lo que menos importa ahora. No voy a dejar que ese descuido me detenga. Subo a la moto y arranco. Doy gas y me alejo de allí.
Acelero para sentir la velocidad y el viento, casi cortan la respiración, pegan con fuerza en mi cara. Quiero acelerar aún más, para que corra más adrenalina por mis venas, para envolverme en este ruido del motor que ruge. Y acelero, acelero todo lo que puedo, esquivando y adelantando a los coches lentos.
Sigo conduciendo. Sólo una ambulancia con la sirena y las luces me obliga a bajar la velocidad y apartarme, pero en cuanto pasa vuelvo a acelerar. Me sudan las manos, pero mantengo la velocidad todo el tiempo que puedo. De nuevo esa sirena, es otra ambulancia. No, son dos ambulancias seguidas. Debe haber ocurrido algo grave. Por un momento me planteo… no, no puede ser. No quiero ni pensarlo y sigo acelerando. Ya estoy muy cerca del aeropuerto y hay un jaleo tremendo; sobre todo, un atasco horrible. Se supone que a esta hora la gente debería estar en casa comiendo. Me cuelo entre los coches, impaciente. Un semáforo se pone en verde y parece que ya se puede avanzar mejor.
Al fin llego al aeropuerto de Madrid, Barajas. Increíble. Hay más ambulancias juntas de las que he visto nunca. Todas con las luces encendidas, nerviosas. Y aún se escucha alguna sirena. Es irritante. ¿Qué es lo que ha ocurrido? No, no puede ser. No puedo evitar pensarlo, pero es imposible.
Dejo la moto donde puedo, en una esquina sin que estorbe demasiado. Bloqueo el volante. Estoy escuchando un llanto, alguien llora. Miro hacia atrás. Sí, es aquella señora; cómo la envidio, a ella parece resultarle tan fácil. Del aeropuerto sacan camillas con personas que apenas se mueven. Acompañándolas, más personas que lloran desconsoladas. Sigo acercándome con paso rápido hacia la puerta principal. Todo este desastre no va conmigo, ni siquiera me hace falta saber qué ha ocurrido, sólo necesito encontrarla a ella. Miro otra vez mi reloj. Las tres y cuarto de la tarde, veinte de agosto del dos mil ocho.
Algunas bolsas de plástico doradas en el suelo. Todo el mundo sabe lo que hay siempre en esas bolsas. Una camilla pasa a mi lado, ese hombre tiene la barbilla quemada. ¡Dios mío!
Escucho entre sollozos una explicación: un avión ha caído nada más despegar, un avión de Spanair pero, ¿con qué compañía volaba ella? Ya no puedo evitar el miedo, aunque todavía quiero creer que no puede ser. Entonces escucho a esa mujer que sabe hacia dónde se dirigía el avión y siento un jarro de agua helada sobre mí. A Gran Canaria. Me quedo petrificado por dentro, pero sigo andando deprisa, sin querer creer lo evidente.
Entonces le veo, descompuesto, pálido como nunca antes le había visto, llora. Su padre. Acompaña a un enfermero que corre arrastrando una camilla. En dos zancadas me pongo delante, impidiéndole el paso, le obligo a detenerse de golpe. Es ella. Lo sé porque en la parte derecha de su cara puedo distinguir su preciosa melena rubia, el azul de sus ojos cuando ella hace un esfuerzo enorme por abrirlos un momento, pero el lado izquierdo de su cabeza está quemado. No puedo ver el resto de su cuerpo, está tapada con una sábana blanca. Me inclino hacia ella y acaricio su mejilla sana. Creo leer mi nombre en sus labios, sí, ha intentado pronunciar mi nombre. Hace una mueca de dolor y, de repente, se va. Ya no está conmigo, no la siento aquí. Ahora sí me salen las lágrimas, incluso creo que ya nunca más podré parar de llorar. Sigo acariciándola nervioso, deseando volver a tenerla, intentando que vuelva, pero de ese lugar nadie vuelve.
El enfermero me aparta de un empujón y palpa su cuello buscando el pulso. A mí no me ha hecho falta eso para saberlo. Mira a su padre de una manera extraña, con compasión. Inmediatamente llama a otro enfermero con un gesto de la mano, a ese que tiene en la mano una de esas bolsas doradas. Entre los dos la cogen y la bajan al suelo. Ahora sí puedo ver su cuerpo, su ropa arrasada por las llamas. El enfermero da media vuelta con la camilla y vuelve dentro del aeropuerto, tiene que intentar salvar alguna vida. El otro se encarga de meterla en la bolsa de plástico. Yo no puedo dejar de llorar, y tampoco soy capaz de apartar la vista de ella, de su cuerpo inerte y quemado. El enfermero cierra la bolsa, lo último que veo es su cara medio quemada, con los ojos cerrados.
Miro a su padre, en este momento sentimos lo mismo y, por supuesto, esta vez no es odio el uno por el otro. Él tiene en la mano esa mochila rosa y blanca que ella siempre llevaba colgada al hombro. Seguramente era su equipaje de mano. También está algo quemada. No puedo contenerme. De un tirón se la arranco de las manos. La apoyo en el suelo y me agacho para abrirla. Ni siquiera yo sé lo que estoy buscando. ¿Para qué quiero ninguna de sus cosas si ella ya no esta? Pero entonces veo su diario casi intacto, ese cuaderno pequeño y azul que ella nunca me ha dejado abrir. Está cerrado, ella siempre lo cerraba con una pequeña llave. Pero yo no estoy de humor ahora para ponerme a buscar la llave. Con algo de fuerza rompo el delicado cierre y, de entre las páginas, cae algo, son como fotos. Las recojo del suelo. No, no son fotos. Son ecografías. No me lo puedo creer, ella estaba embarazada.
Ni siquiera me paro a buscar ese punto que sería mi hijo… o mi hija. Ya no lo sabré. Lo dejo todo en el suelo, delante de su padre, merece enterarse de esto. Me levanto y me dirijo hacia mi moto. Yo nunca he creído en el destino, pero a esto no puedo darle otra explicación. Estamos destinados a estar juntos, pero su padre ha desafiado al destino, a la vida, y ya se sabe que la vida tiene muy mal carácter, no se acobarda ante nada.
Subo a la moto y arranco enseguida. Quiero ir a alguna carretera donde el atasco no me impida correr todo lo que quiera. Al fin me libro de toda esa aglomeración de coches, y acelero, acelero acordándome de ese avión de Spanair, vuelo AVJK5022 con destino a Gran Canaria que ha sufrido un accidente justo después del despegue. Acelero acordándome de ella. Acelero. Paso por ese puente en el que he estado antes, en el que tanto tiempo pasamos juntos. Las lágrimas siguen resbalando por mi mejilla y me nublan la vista. Acelero hasta los ciento ochenta kilómetros por hora, y aún más y más. Acelero, acelero, acelero.
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