Sueños de Marta Marín
- Marta Marín
- 11 ene 2019
- 15 Min. de lectura

La melodía empieza a sonar y todo el público, ahí abajo frente al escenario, parece extasiado. Erick Méndez coge aire, abre la boca y de ella sale esa voz tan dulce que me tiene enamorada desde hace demasiado tiempo. Me quedo embelesada escuchándole cantar su estrofa, admirando su brillante pelo negro y sus preciosos ojos azules.
Me cuesta reaccionar cuando un foco ardiente me ilumina. Sí, a mí: Judith, que sólo soy una chica de quince años y creo que ni siquiera merezco la increíble suerte de estar aquí, encima del escenario haciendo un dueto con Erick. Me empiezan a temblar las manos y se me hace imposible emitir sonido alguno pero, entonces, recuerdo mi imagen en el espejo: mi melena castaña oscura recogida en un favorecedor moño despeinado, mi rostro perfecto gracias a la magia del maquillaje y, sobre todo, el sofisticado vestido dorado de lentejuelas. Puedo sentir cómo la confianza vuelve a mí, puedo sentir el calor de la gente y empiezo a cantar esa canción que me parece la mejor del mundo porque la he compuesto yo, porque le he dedicado tiempo y mucho esfuerzo.
De repente, algo va mal. Debe de haber algún problema con el sonido porque se escucha un ruido desagradable, unos pitidos insistentes. Al momento me doy cuenta de lo que ocurre: mi despertador está sonando y todo aquello era un sueño demasiado bueno para ser cierto. Aún tumbada en la cama, miro el póster de Erick Méndez en la puerta de mi armario y sonrío. Algo sí es cierto y es que tengo una entrada para su concierto de esta noche.
Me levanto de la cama de un salto. Hoy va a ser un gran día, un día emocionante del que me llevaré miles de fotos y aún más recuerdos inolvidables. Con mucho gusto me iría al Palacio de los Deportes de Madrid a hacer cola desde este mismo momento pero a mi madre y a las de mis amigas no les parece buena idea que faltemos a clase por eso. Creo que no entienden lo que significa tener la oportunidad de ver a Erick en persona. No voy a decir que sea un acontecimiento histórico o único, de hecho yo ya estuve en una de sus firmas de discos pero es una ocasión que se presenta muy pocas veces en la vida. Antes de avergonzarme con el recuerdo de aquel incidente en la firma de discos, decido ir al baño a lavarme la cara.
Después, mientras me visto con el mejor conjunto que tengo, de color rosa y blanco, me siento impaciente y eufórica. Sólo tengo que esperar a que en el colegio suene el timbre de las dos indicando el final de las clases y, al fin, mis amigas y yo podremos ir a hacer cola en la puerta del auditorio donde, por la noche, será el concierto. Me bebo mi vaso de leche de un trago por culpa de los nervios y salgo de casa diez minutos antes de lo habitual, creyendo que así puedo hacer que el tiempo pase más deprisa.
Cuando llego al colegio, no me sorprende ver que mis amigas también han llegado ya. ¿Quién puede relajarse en un día como éste? Sara me saluda con la mano y yo corro hacia ellas.
- ¿Has traído la pancarta? – Le pregunto a Paula antes incluso de llegar junto a ella.
- Por supuesto. – Abre el bolso, que hoy sustituye a su mochila de todos los días, y me muestra esa tela en la que estuvimos trabajando, bien doblada para poderla transportar.
- Yo he traído unas pinturas para escribirnos su nombre en la cara. – Comenta Sara y a todas nos parece una buena idea.
- Espero que ninguna se haya olvidado de coger algo de comida. Van a ser muchas horas de espera. – A Ruth parece molestarle la cola más que a ninguna de nosotras tres.
- De acuerdo, vamos a clase. Y recordad poner cara de que estáis atentas a las explicaciones. – Todas se ríen con mi comentario, conscientes de que no seremos capaces de concentrarnos. Hoy más que nunca, sólo vamos a estar disponibles para Erick.
La mañana se hace mucho más larga de lo habitual. Cada hora de clase es una espera insoportable y mi reloj parece estar roto porque los minutos pasan demasiado despacio. En pocas horas me encontraré frente a un escenario, viendo a mi ídolo en persona y en primer plano.
En clase de historia, incapaz de seguir la lectura, decido echar un vistazo a mi alrededor. Me detengo en cada una de mis amigas. Sara no para de agitar la pierna y me pregunto si ella misma será consciente de ello. Paula muerde nerviosa su bolígrafo, con los ojos fijos en su reloj, casi sin pestañear. Por último, veo que Ruth se dedica a pintar dibujitos en los márgenes del libro de texto, pero eso es normal, la clase de historia es aburrida.
A las once comienza el recreo y, durante los veinte minutos que dura, no hacemos otra cosa que darle más vueltas al mismo tema, alimentar nuestra euforia y hacernos ilusiones vanas de que podremos tocarle, darle un beso y hasta pedirle su número de teléfono.
Las siguientes tres horas de clase son más amenas, por lo que se pasan más rápido. Al fin, tras una emocionante cuenta atrás por mi parte, suena el timbre de las dos de la tarde y siento la libertad como algo casi tangible. Sara, Paula y yo hemos recogido todas nuestras cosas antes de que sonara el timbre pero aún tenemos que esperar a Ruth unos minutos antes de poder emprender nuestro camino hacia la parada del autobús.
Cuando nos encontramos a unos metros de la parada, vemos que el autobús se acerca. De ninguna manera estamos dispuestas a perderlo. Al momento, comenzamos a correr mucho más rápido que en las clases de educación física. Conseguimos cruzar la carretera mientras el semáforo sigue en verde. Sin embargo, en cuanto cambia al rojo, el conductor de un coche pita a Ruth, que se ha quedado algo rezagada.
El conductor del autobús nos mira de manera extraña, a pesar de que debería estar acostumbrado a ver lo que es capaz de hacer la gente por no perder el transporte. Todas pagamos el trayecto y nos dirigimos al fondo para sentarnos juntas.
No tardamos mucho en llegar a nuestro destino. Bajamos del autobús y, apenas hemos caminado un poco, cuando distinguimos la larga cola frente al Palacio de los Deportes. Sin un solo pensamiento pesimista o desalentador, ocupamos nuestro puesto al final.
Al echar un vistazo hacia delante, distinguimos incluso tiendas de campaña de gente que ha pasado la noche aquí. También vemos otras chicas como nosotras, con la emoción visible en sus caras y las pancartas en la mano, ya preparadas.
No pasa mucho tiempo antes de que la cola siga aumentando a nuestras espaldas. Conocemos a las chicas que se han puesto justo detrás de nosotras y, al poco tiempo, parecemos ser amigas de toda la vida porque resulta que somos muy parecidas; coincidimos en un gran número de gustos y aficiones.
Durante las interminables horas de espera, nos comemos nuestros bocadillos, nos retocamos el maquillaje, nos pintamos el nombre de Erick en la frente y seguimos fantaseando sobre lo estupenda que va a ser esta noche. No podemos parar de mirar el reloj en ningún momento. Cuando empieza a anochecer, Paula saca nuestra pancarta de su bolso para comenzar a lucirla.
Al fin, se abren las puertas del auditorio y todo el mundo se vuelve un poco loco cuando la cola empieza a avanzar. Llega nuestro turno, le mostramos las entradas a un chico alto y moreno y entramos en el lugar con sonrisas que casi se nos salen de la cara. Aún queda tiempo para que empiece el concierto, pero eso es apenas nada comparado con lo que ya hemos pasado.
Erick se hace de rogar exactamente quince minutos. Cuando los nervios en el auditorio ya están a flor de piel, se empieza a escuchar la melodía de una de sus canciones. Todo el mundo grita, y la multitud me aplasta aún más. Es entonces cuando un humo teñido por los colores de los focos invade el escenario. Y aparece él, en persona, dándolo todo por sus fans, cantando una de mis canciones favoritas. Lo veo en la pantalla grande, pero prefiero mirarle a él, en el escenario. Todo el mundo salta, canta y grita a mi alrededor. Paula y Sara levantan nuestra pancarta.
El concierto es, sencillamente, genial. Erick canta muchas de sus canciones y todas nosotras, ante el escenario, descargamos adrenalina a raudales saltando y cantando. Hago miles de fotos, ya que estoy segura de que muchas saldrán algo borrosas. Tan importante es el concierto como las fotos para poder recordarlo después. Veo una chica que se emociona y no es capaz de parar de llorar pero no puedo apartar la vista de Erick mucho tiempo. Me ha mirado, juro que me ha mirado. Sí, me ha señalado a mí: Judith. Con las manos alzadas, salto más alto y canto más fuerte.
Erick al fin canta su single, esa canción que todas estábamos esperando como agua de mayo porque la tenemos en la cabeza veinticuatro horas al día. Es una de esas pocas veces en que puedo afirmar que de verdad estoy disfrutando. Pero, por desgracia, Erick anuncia entonces que llega el final del concierto, ha pasado una hora y media. Todo el auditorio le pide un bis a coro, y no nos lo puede negar. Luego desaparece del escenario, pero nadie desiste ni pierde la esperanza, y entre todos conseguimos que vuelva para cantar dos canciones más. Después se va definitivamente. Sí, aunque no quiera creérmelo, aunque se me haya hecho muy corto, el concierto ha terminado.
Todos empezamos a salir del Palacio de los Deportes tras aceptar el final con resignación. Una vez en la calle, la gente empieza a rodearnos, personas más altas que yo. Cuando quiero darme cuenta, no encuentro a mis amigas, las he perdido. Me siento sola en medio de esa multitud y empiezo a agobiarme, a sentir claustrofobia. Al fin consigo apartarme un poco de la gente y respiro hondo ahora que puedo. Veo a mis amigas allí, en la calle de enfrente. Corriendo, me dispongo a cruzar la carretera apresuradamente. De repente, un golpe sordo y mi mundo se vuelve oscuro.
* * *
Intento abrir los ojos. Lo veo todo borroso. Pestañeo una vez más. Puedo distinguir un rostro que se interpone entre mis ojos y un fluorescente que hay en el techo de esta extraña habitación. Pruebo a pestañear otra vez y me esfuerzo por abrir mucho los párpados. Todo va adquiriendo más claridad, pero lo que veo no puede ser cierto. Ese pelo moreno y esos ojos azules.
- Debo haberme dado un buen golpe porque estoy viendo a Erick Méndez delante de mí. - Digo con un hilo de voz. Ese Erick imaginario sonríe, parece realmente auténtico.
- ¡Ha abierto los ojos! ¡Se ha despertado! – Él levanta la voz para informar de que he recobrado la consciencia y consigue que me duela la cabeza. Se abre una puerta blanca y entra mi madre, que se acerca a mí sin perder un segundo.
- ¿Qué es lo que pasa? – Consigo murmurar mientras mi madre me abraza.
- Que has cruzado sin mirar y te ha atropellado un coche. Pero ahora estás en el hospital y te encuentras bien.
- No, mamá, no estoy bien. – Confieso sin dejar de mirar ese espejismo. – Si te digo la verdad, veo alucinaciones. - Señalo a Erick con un dedo tembloroso. Mi madre se vuelve para mirarle también y sonríe.
- Cariño, eso no es una alucinación. – Me tranquiliza acariciándome la espalda. – Es de verdad tu ídolo en persona. Resulta que fue su coche el que te atropelló. A veces el destino nos da sorpresas.
En un primer momento, no me lo creo, pero él se acerca a mí con esa sonrisa en la boca, tan bonita y blanca que casi me deslumbra.
- Tendrás que perdonar a mi chófer, iba distraído. – Me dice con voz dulce. – No te preocupes, Judith, ya le he prometido a tu padre que os indemnizaremos por esto.
- Eres tú de verdad… y sabes mi nombre.
Erick asiente con la cabeza. Siento el impulso de estirar mi mano hacia él y acariciarle la cara para asegurarme de que esto es real, pero me contengo.
Me duele la cabeza y algo me molesta en la frente. Llevo mi mano a ese lugar y palpo una gasa húmeda. Debajo de la sábana blanca, llevo puesto mi camisón azul. Supongo que mi madre me ha cambiado. Me doy cuenta de algo aterrador: Erick Méndez está frente a mí, y yo debo tener una pinta espantosa, con el pelo alborotado, los ojos vidriosos y esta estúpida gasa en la frente. Me dispongo a incorporarme para ir al baño y arreglarme un poco pero, en cuanto me muevo, un dolor intenso me ataca por todas partes. En la cabeza, en la espalda, en el culo… Me he golpeado fuerte.
- No, hija, no te levantes. De momento, guarda reposo. – Me dice mi madre obligándome a tumbarme de nuevo. – Iré a buscarte una botella de agua.
Ella se levanta de la cama y sale por la puerta dejándonos solos. Miro a Erick sin saber qué decir por un momento pero, ¿qué demonios? Mi cantante preferido está a escasos metros de distancia. ¡Por supuesto que tengo mil cosas que decirle!
- Sé que esto te lo dirán todas pero… soy tu mayor fan, me encantas, tus canciones son preciosas, me las sé todas de memoria…
- ¡Vaya! Parece que ya estás mejor. – Me interrumpe. – Estás recuperando incluso el color de la cara. – Él se acerca más a mí y yo esbozo una sonrisa patética.
- Cuando mis amigas se enteren de todo esto…
- Escucha. – Vuelve a cortarme, esta vez con una expresión extraña. – Cuando te hemos atropellado, yo no he salido del coche, me he mantenido detrás de los cristales tintados. Habría sido un caos, todo el mundo pidiéndome autógrafos y fotos. El accidente a nadie le habría importado. Prefiero que nadie se entere de esto porque, además, sería una gran noticia para la prensa.
- Pero estás aquí. – Digo con la voz quebrada.
- He querido venir para conocerte. – Me mira fijamente a los ojos. – Aunque, en realidad, ya te conozco. – No comprendo nada. Él no puede conocerme a mí, yo no soy nadie. – Tu madre me ha dicho que estuviste en una de mis firmas de discos. Eres aquella chica que…
- No me hagas recordarlo, por favor. – Le pido inmediatamente, ahora con las ideas más claras. No puedo creer que se acuerde de eso. Bueno… en realidad sí me lo creo, no es algo que se olvide fácilmente.
- Tienes razón, mejor no mencionarlo. – Me dice serio y mira al suelo pero, entonces, no puede contener una leve carcajada. Le fulmino con la mirada. - Lo siento, es que fue tan…
En ese momento, entra mi madre en la habitación. Lleva en la mano una botella de agua que parece fría. Se acerca a mi cama.
- Judith, tú también te vas a hacer famosa. – Me informa y deja la botella sobre una mesita.
– Hay algunos periodistas ahí fuera. Por lo visto, un accidente a la salida de un concierto de Erick Méndez, es una noticia que debe salir en el telediario.
- Pero no van a entrar aquí, ¿verdad? – Dice Erick preocupado. Siempre le he envidiado porque su vida parece totalmente perfecta, pero me doy cuenta de que también tiene sus problemas, al menos con los paparazzi.
- No, tranquilo. – Responde mi madre y luego me mira a mí. – Nunca habría pensado que permanecerías tan tranquila teniendo delante a tu cantante favorito. ¿No tienes nada que decirle? – Me encojo de hombros y noto un pinchazo. En realidad, no sé de qué otras cosas podemos hablar.
- Ya me ha dicho que es mi mayor fan y que le encantan mis canciones. – Interviene Erick.
– Seguro que nunca ha pensado que tendría tiempo para decirme algo más.
- Se me ocurre una idea. – Dice mi madre. – Cuando Judith se recupere, puedes venir a comer a casa algún día. Así le podrás firmar los discos y los pósters, y tendréis la oportunidad de hablar más tranquilamente.
- Mamá, no creo que a él le apetezca. – Digo con vergüenza ajena.
- No, al contrario. Estaré encantado.
* * *
Sé que no estoy recuperada del todo, pero hoy no siento ningún dolor, porque esta noche viene Erick a cenar. Ya está todo preparado porque, en cualquier momento, llamará al timbre. La mesa está puesta y, en el horno, la dorada se está terminando de hacer. Yo me he puesto mi vestido morado y ya luzco mi mejor sonrisa.
Al fin llega, sin retrasarse un solo minuto. De repente, yo me siento la persona más tímida del mundo. Al principio, mientras tomamos como primer plato un consomé calentito que se agradece en esta época del año, casi no soy capaz de mirarle a los ojos, y son mis padres quienes tienen que sacar un tema de conversación. Es un alivio para mí ver que Erick no parece sentirse incómodo.
Luego, mi madre va a por la dorada que continúa en el horno. De vuelta a la mesa, sirve a cada uno su plato. Inevitablemente, mi padre saca el tema de las clases y Erick nos cuenta que tiene una profesora particular. En su última gira, ella fue con él para que no perdiera demasiadas clases. Erick también tiene exámenes, deberes y libros que leer, como yo. De hecho, sólo tiene dos años más que yo.
Durante el postre, una tarta de queso deliciosa que, modestamente, he preparado yo, veo que a mis padres les ha caído bien Erick. No me extraña, es un chico muy simpático y cercano. Ahora que le conozco, me doy cuenta de que antes no sabía nada de él.
Cuando terminamos, Erick insiste en ayudar a retirar la mesa y, entre todos, tardamos escasos minutos. Después, él y yo decidimos irnos a mi habitación.
- ¿Sabes qué? Ni siquiera en mi habitación hay tantas fotos mías. – Me dice cuando entra y descubre mi obsesión. Sabía que debería haber quitado algunos pósters.
- Deberías ver las de mis amigas. – Digo algo cortada.
- ¿Quieres que te firme alguna?
Sin esperar respuesta, se acerca a mi escritorio, coge un rotulador negro y firma un autógrafo en mi foto preferida. Sonrío. Acto seguido, se acerca a mi panel de corcho y lo ve. El corazón me da un vuelco.
- ¿Y esto? – Acaricia con los dedos un trozo de su segundo disco que está pegado con celo en una esquina del panel.
- Te lo puedo explicar. – Cojo aire dispuesta a contar una larga historia. – El mismo día que salió, fui corriendo a la tienda a comprarlo. Cuando llegué, vi que me faltaba un euro. Fui a casa a por el dinero, y mi madre casi no me dejó volver a salir porque ya era la hora de comer. Me puse a llorar y al final la convencí. Corriendo aún más deprisa, me dirigí de nuevo hacia la tienda. No me quedé tranquila hasta que tuve ese disco en mis manos. – Suspiro. Ahora viene la peor parte. - Mi padre me lo rompió una tarde que no le dejaba dormir la siesta. Ése es el trozo más grande que quedó. – Erick me mira y, entonces, siento vergüenza ajena por lo que hizo mi padre. – Fue un bruto y se pasó de la raya, pero no le juzgues. Normalmente no es así, aunque a veces pierde los papeles. – Me parece increíble estar defendiéndole ahora, teniendo en cuenta que aquel día llegué verdaderamente a odiarle. – Yo me encargaré de recordárselo por muchos años.
- Y, entonces, ¿qué hiciste? – Me pregunta con un hilo de voz. Creo que le he asustado.
Me giro y voy hasta la estantería, donde tengo todos mis discos. Cojo delicadamente la carátula de su segundo disco y se la muestro. La abro lentamente y ahí está, su segundo disco bajado de Internet.
- Lo siento. – Digo sin poder mirarle a la cara.
- No pasa nada… si los demás son originales. - Él da un paso hacia mí y, eliminando tensión, me revuelve el pelo con la mano.
- Por supuesto que sí. – Él sonríe. Cierro la carátula y la dejo encima de mi mesa.
- ¿Tocas el piano? – Me pregunta mientras se acerca al gran instrumento de cuerda percutida.
- Y la guitarra. – Señalo mi guitarra, metida en una funda descansando en la esquina opuesta de mi habitación.
Se acerca al piano y ve la partitura de mi canción, de la canción que yo he compuesto pensando en él. Él observa las notas en silencio.
- La he compuesto yo. – Le digo orgullosa.
- ¿En serio? – Me mira sorprendido y abre la tapa del piano dejando al descubierto las teclas blancas y negras. - ¿Puedo escucharla?
Contengo la respiración y puedo notar que mi corazón late demasiado deprisa. Después, asiento con la cabeza mientras espiro despacio. Me acerco insegura al piano y me siento en el taburete frente a él, junto a Erick. Me mentalizo un momento y comienzo a tocar. Esta melodía la he tocado muchas veces pero ahora me tiemblan los dedos. Nunca pensé que Erick llegaría a escucharla. A pesar de todo, consigo tocarla bien, y cuando termino siento una gran sensación de alivio.
- ¿Puedo acompañarte con la guitarra? – Me propone entonces Erick y yo asiento con la cabeza.
Él va hacia mi guitarra y la saca cuidadosamente de la funda. Cuando los dos comenzamos a tocar, compruebo que, con dos instrumentos, mi canción suena mucho mejor. Siento que mi canción crece y se perfecciona y no puedo evitar sonreír.
- ¿Tiene letra? – Me pregunta Erick en algún momento. Yo considero la opción de no confesar, pero al final decido hacerlo.
- Sí, pero no está escrita en ninguna parte. La tengo en la cabeza.
- Entonces, canta. – Me pide.
Me veo obligada a olvidarme de todos mis reparos y comienzo a pulsar de nuevo las teclas del piano. En el momento adecuado, consigo que mi voz surja de mi garganta y canto la letra que se me ocurrió aquella noche que no podía dormir. Erick me acompaña con la guitarra, pero está más atento a las palabras que yo canto. Cuando termino, siento que me sonrojo. En realidad, no sé por qué me ocurre esto; Erick no sabe que habla de él.
- Judith, esto es un dueto. No puedes cantarla sola, necesitas un chico. – Le miro a los ojos y me topo con su mirada. – Me necesitas a mí.
* * *
La melodía empieza a sonar y todo el público, ahí abajo frente al escenario, parece extasiado. Erick Méndez coge aire, abre la boca y de ella sale esa voz tan dulce que me tiene enamorada desde hace demasiado tiempo. Me quedo embelesada escuchándole cantar su estrofa, admirando su brillante pelo negro y sus preciosos ojos azules.
Me cuesta reaccionar cuando un foco ardiente me ilumina. Sí, a mí: Judith, que sólo soy una chica de quince años y creo que ni siquiera merezco la increíble suerte de estar aquí, encima del escenario, haciendo un dueto con Erick. Me empiezan a temblar las manos y se me hace imposible emitir sonido alguno. Pero entonces recuerdo mi imagen en el espejo: mi melena castaña oscura recogida en un favorecedor moño despeinado, mi rostro perfecto gracias a la magia del maquillaje y, sobre todo, el sofisticado vestido dorado de lentejuelas. Puedo sentir cómo la confianza vuelve a mí, puedo sentir el calor de la gente y empiezo a cantar esa canción que me parece la mejor del mundo porque la he compuesto yo, porque le he dedicado tiempo y mucho esfuerzo.
Sin duda, a veces los sueños se hacen realidad. Llámalo destino, llámalo magia… pero cree en ello.
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