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Foto del escritorMarta Marín

Veterinaria de Marta Marín


Una pregunta que te hacen un montón de veces cuando aún eres pequeño es: ¿qué quieres ser de mayor? Las respuestas más comunes suelen ser profesora, astronauta, mamá, futbolista, princesa… y veterinaria. Yo he cuidado a los típicos gusanos de seda que todos tenemos como mascota de la clase en el colegio, he tenido tortugas, y hámsters, muchos hámsters, a los que he visto nacer, reproducirse, morir, y a los que he tenido que llevar al veterinario, curar cuando estaban malos y finalmente enterrar. Siempre les he tenido un cariño especial a los animales: de ninguna manera sería capaz de ir de caza, me eché a llorar un día que me llevaron a pescar, las corridas de toros me parecen una atrocidad y los circos tres cuartos de lo mismo, me he criado viendo a las vacas que hay en el prado de enfrente de mi casa del pueblo, me encanta montar a caballo, y ni que decir tiene que no dudo en acariciar a cualquier animal que me encuentre por la calle. Así que vayamos a lo que nos ocupa: ¿qué hay de esa niña que no cambia de opinión y de verdad quiere ser veterinaria? Ya respondo yo: pobre ilusa, no tiene ni idea de lo que realmente significa ser veterinaria, ni de lo que hay que pasar para llegar a serlo.

Primera prueba: superar la nota de corte que se pide en la universidad para entrar en la carrera. Eso se consigue pasando un segundo de Bachillerato muy… muy complicado, en el que cada dos por tres coges la calculadora y empiezas a hacer estimaciones sobre tu nota media sin querer ser demasiado optimista.


Una vez has hecho la Selectividad y has recibido el e-mail que te informa de que estás aceptada en la facultad (el cual guardas para toda la vida, claro está), quien más y quien menos pasa por la facultad, a visitarla, a matricularse, o a las dos cosas. En mi caso, fui con mi padre y me tomé un zumo de piña en una cafetería en la que ni siquiera me paré a pensar que iba a pasar mucho tiempo, y luego con mi madre a entregar la matrícula.

El día de la presentación, en un salón de actos que ya no es el de tu instituto, te recuerdan la clase de carrera que has elegido (porque jamás puedes olvidar que esto lo has elegido tú) y el único consejo que te dan es que sigas siendo tan constante como lo has sido en Bachillerato… durante cinco (o seis o siete) años más. En ese momento aparece en tu cara la sonrisa nerviosa de “a lo mejor un módulo de asistente de veterinaria no habría estado tan mal”. En un momento dado mencionan una asignatura temida por todos: la fisiología, y tú te preguntas: “¿qué es la fisiología y por qué es inaprobable?” También te hablan de las mentorías, que te ayudan a conocer la facultad; pero yo, como no soy partidaria de arreglar asuntos que todavía no están mal, no me apunté. Después de esto, los que se disponen a hablar son unos chicos que nos dejaron con la boca abierta, y con los que (chicas, esto hay que admitirlo) a día de hoy todavía a todas se nos cae la baba. Resultan ser del club deportivo, y cuentan que para ellos hay dos tipos de personas: el que sale de clase a las siete de la tarde hasta las narices y se va cuanto antes a casa (yo suelo ser de estas), y el que sale de clase a las siete de la tarde hasta las narices y se va a jugar un partido o a tomar unas cervezas con los amigos.


Luego empieza el período de adaptación a la facultad. Empiezas a aceptar esas dos horas de metro al día, que tu nueva aula, a la que solo le falta un crucifijo para ser una verdadera iglesia, no se parece en nada a la del instituto, y la forma de dar clase de tus nuevos profesores (y por tanto de tomar apuntes).


Pero lo primero es esa cafetería llena de carteles y fotos de toreros y alguna bandera de España; esa que a la hora de comer siempre está más que atestada. Te das cuenta de la cola que tienes que hacer el día que tu madre te da un tupper para calentar la comida en alguno de los dos microondas que hay, te enteras del precio y la calidad del menú del día, bocadillos, pinchos de tortilla… y pruebas también esas napolitanas y palmeras de chocolate tan ricas que sabes que serán una fuerte tentación durante los próximos años.

Antes de empezar las prácticas tienes que hacerte con la bata blanca y perderte por Madrid la tarde que vas a comprar el material de disección para las prácticas de anatomía. Y cuando vas a la primera práctica es cuando te das cuenta de que la facultad se parece mucho a Hogwarts, pero no nos hacen falta escaleras que se muevan para perdernos. Incluso se han dado casos de llegar por la mañana y encontrarte a todo tu módulo de prácticas buscando de un lado a otro la clase a la que debemos ir (si es que sabemos a qué clase debemos ir) y llegar todos un cuarto de hora tarde. De cualquier manera, esto se soluciona rápido: en unas semanas ya empiezas a moverte como pez en el agua, ya sabes dónde está reprografía para comprar los guiones de prácticas (en el caso de que no te pongas de acuerdo con alguien para fotocopiarlo y que así salga más barato), ya has visitado el animalario, la granja (y has salido de allí con la nota mental de no volver ahí con deportivas), ya conoces a las iguanas que hay frente al laboratorio de zoología, ya has ido a ver los caballos, ya has experimentado el horrible olor de la clase de anatomía y sus galgos conservados en formol, ya sabes que en la cafetería del hospital las máquinas expendedoras son más baratas, te has enterado de que al lado de la biblioteca hay otra sala con varios ordenadores, y has fichado los sofás en los que te puedes tirar con los amigos a despejarte en alguna hora libre. Ya se sabe, hay que tener recursos para todo: hablar con los mayores sobre los profesores y las asignaturas, o crear un Dropbox para toda la clase con un montón de apuntes de otros que puedes utilizar y una importantísima carpeta llamada “exámenes de otros años”.


También hay eventos como el día de las asociaciones; un día en que las distintas asociaciones te sobornan con chuches y magdalenas de chocolate para que te hagas socio. Yo me apunté a una que supuestamente iba a organizar viajes fuera de España, y algunas amigas a una con la que iban a ir a Cantabria a hacer surf. En fin, me temo que la única ventaja que tienen las asociaciones es que tienen microondas propio. A la que sí se apuntan muchos chicos es al club deportivo: juegan al fútbol y al rugby, ganan muchos trofeos, y en su asociación (o más bien ocupando casi todo el piso superior del aulario) tienen un ping pong, un futbolín, y unos sofás. Ahí siempre hay alguien a cualquier hora del día. Los chicos del club deportivo son también los que organizan la “raveterinaria”, la fiesta en la que los veterinarios nos vamos durante todo el día a una finca de Becerril de la Sierra, hacemos una barbacoa, nos ponemos morados a morcilla, chorizo, panceta, cerveza y sangría, bailamos y pasamos mucho frío.


Acabas por concluir que no hay rutina, no existe hora de entrada ni de salida. Tú tienes un horario casi fijo de clases teóricas, y un calendario de prácticas que tienes que consultar casi todos los días; aunque una ley inapelable es que cualquier aviso en el campus virtual siempre prevalece sobre el calendario de prácticas. Hay días en los que tienes diez horas seguidas de clase (sin hora para comer siquiera; yo los llamo “días plenos”), días al final del cuatrimestre en los que sólo tienes que ir a una práctica o un seminario, y las famosas “paradas biológicas” para los exámenes. Estoy segura de que mi vecina la cotilla está súper quemada por no poder tenerme controlada. Cada día es nuevo, cuando vas en el metro por la mañana no sabes si te va a tocar diseccionar un calamar, un cangrejo (al que llamé Sebastián), si te vas a encontrar con unas cabezas de caballo a las que meter el bisturí, aprender a pinchar a una rata y a un pobre ratoncillo, hacerle un electrocardiograma o una citología a una bonita perra Beagle… Lo dicho; sorpresas todos los días.

Sólo estoy en segundo, y ya he tenido asignaturas de todas clases, y algunas son realmente dignas de mención. La primera de ellas es la anatomía porque, además de sus excéntricas prácticas, es muy intimidante y bastante difícil al principio; pero en el segundo cuatrimestre le toma el relevo la fisiología, que resulta ser una asignatura muy bonita, no extremadamente complicada, pero que comprende muchísimo temario. En segundo tenemos anatomía II y fisiología II, las cuales resultan más asequibles porque sabes ya a qué atenerte. Y cuando crees que te has librado de la fisiología, te la vuelves a encontrar camuflada bajo el nombre de patología general. Asignaturas como física y química en las que puedes comparar a profesores del instituto con los de la universidad. También tenemos deontología, la asignatura en la que se nos da “un baño” sobre la legislación que nos concierne como veterinarios, y luego en el examen tipo test de ciento cincuenta preguntas te preguntan por los resultados de unas elecciones al Consejo Europeo. Y también economía y gestión de empresas veterinarias porque, además de veterinarios, seremos empresarios; sí señor. Cómo olvidar la bioquímica, que tiene las tres cosas malas que puede tener una asignatura: es difícil y densa, no nos gusta y… la otra mejor me la callo. En primero, la odiada bioestadística, y en segundo la mejora genética. Ojo, no hay que confundir la genética con la mejora genética, son muy diferentes (a saber, pasar de hacer problemas en los que cruzamos cobayas blancas y negras a calcular coeficientes de consanguinidad y las respuestas esperada y observada en la siguiente generación a partir de un diferencial de selección). En primero histología y en segundo anatomía patológica, dos asignaturas con las que preferirías no haberte topado nunca (muchos traumas infantiles has tenido que acumular para que te gusten).


Y, ¿por qué no hablar también de los profesores? Hay unos cuantos prototipos, y por mi clase han llegado a pasar auténticos showmen. El mal profesor: que parece estar ahí para complicarte la vida en vez de para ayudarte; que ni es majo, ni sube las presentaciones de Power point al campus, ni te da tiempo para copiar lo que dice, y todo porque en su opinión se aprende mejor cuando no te dan las cosas hechas; pues genial. En contraposición está el buen profesor, en cuya clase te sientes a gusto; ese profesor al que todos le aplauden cuando termina la docencia, que se aprende los nombres de sus alumnos para luego dejarles con la boca abierta, que se para a explicar hasta que lo comprendamos y se asegura de que cogemos bien los apuntes (lo cual yo estimo que es un sesenta por ciento de la asignatura). Esa profesora que tiene un aire así como… maternal. Ese profesor que pasa por clase a chulearse de sus conocimientos delante de niños de diecinueve años. El profesor que es majo pero que, o bien no es capaz de explicar bien aunque se esfuerce, o bien su asignatura es demasiado difícil. El que llega a clase diciendo que hacía años que no corregía unos exámenes tan malos, que somos unos pésimos alumnos y que a la vista está que pasamos de todo (cuando en realidad te has esforzado todo lo que has podido), el que mediante indirectas parece estar llamándonos retrasados, o el que adora recordarnos constantemente que la media de las notas del examen en su asignatura es un tres. Pero aparte está ese profesor que antes de empezar la clase asegura que subirá los apuntes íntegros al campus porque prefiere que le estemos atendiendo durante la clase; y así nos enseña la diferencia entre aprehender en clase y aprender en casa, entre la actitud y la aptitud, y que es mejor ocuparse que preocuparse, que consigue que nos riamos con la neuroanatomía y que incluso nos planteemos especializarnos en ella; en definitiva, ese profesor cuya voz realmente escuchas cuando estás haciendo el examen. Pero lo más importante es que este profesor nos recuerda que estamos haciendo Veterinaria, que somos lo mejor, y que podemos porque valemos muchísimo.


Bueno, entonces, ¿qué nos queda? Tomárnoslo con humor. He leído frases como “A mí los árboles me miran mal de la cantidad de folios que gasto”, “¿Tienes examen de fisiología? RIP, eras un buen chico”, “¿Dormir? Eso se hacía cuando eras pequeño”, “Tengo tantas ojeras que me sueltan en medio de una manada de pandas y paso desapercibido”, “Veterinarios, que no cunda el pánico, este es nuestro sueño y lo vamos a conseg… ¡Quiero ser artista!” y otras verdades como “Para llevar las asignaturas al día, el día debería tener treinta y dos horas, y seguro que me pasaría en la facultad veintiocho”. Nuestro “¿Te da asco? Pues en derecho quedan plazas”. Retos navideños como “recitar la vascularización de la cabeza con un polvorón en la boca”, piropos veterinarios como “¡Guapa! Es acercarte y me salta todo el flehmen”, insultos veterinarios como “¡Coprófago!” y postureo veterinario como empezar a comentar sobre la anatomía de la comida en las cenas de navidad. Ah, y tampoco podemos pasar por alto nuestras estupendísimas sudaderas de veterinaria. Y es que nunca he visto a unos chavales más agradables, sencillos, amables y cómicos que la gente con la que me he encontrado en la facultad. Y sobre todo muy, muy orgullosos de nuestra carrera, siempre. Así que…


Peste, carbunco y rabia… ¡arriba veterinaria!

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